COLUMNISTAS
Ensayo

24 de marzo de 1976

En La Voluntad (Editorial Planeta), Eduardo Anguita y Martín Caparrós tratan de realizar una reconstrucción histórica de la militancia política en la Argentina en los años 60 y 70. Es la historia de una cantidad de personas, muy distintas entre sí, que decidieron arriesgar todo lo que tenían para la construcción de una sociedad más justa. Aquí, cómo vivieron el 24 de marzo de 1976 dos exiliados en México y un preso político en Rawson.

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Marzo de 1976. Al amanecer del 24 murió en Londres el mariscal Bernard Montgomery. Tenía 88 años. En 1942, cuando comandó las tropas que derrotaron al mariscal  Erwin Romell en la batalla de El Alamein, se convirtió en el estratega británico más celebrado. Tras esa batalla, los aliados festejaron el vuelco de la guerra y empezaron a soñar con el ocaso del poder nazi. La imagen de Monty era reproducida en todos los diarios y revistas de la época: cara enjuta, huesuda, de ojos entrecerrados y boina calada de paracaidista. Montgomery recibió después las máximas condecoraciones de norteamericanos y soviéticos, aliados en la carrera contra Hitler.

El 24 de marzo de 1976 el panorama era distinto: un despacho de Reuter informaba sobre las peleas entre británicos y soviéticos en el continente africano. La corona salía en defensa del régimen de la minoría blanca en Rhodesia, atacada por la mayoría negra. Rhodesia era una ex colonia británica que seguía en el Commonwealth.

En esos últimos meses, los gobiernos de Zambia, Mozambique, Botswana y Tanzania, alentados por los soviéticos, presionaban al presidente blanco Ian Smith para que cumpliera su promesa de convocar a elecciones en las que pudieran votar todos los rhodesianos. Smith no tuvo más remedio y, poco después, fue electo presidente Joshua Nkomo. Rhodesia pasó a llamarse Zimbabwe y las nuevas autoridades decidieron retirarse del Commonwealth.

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Ese 24 de marzo, en Washington, los periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward –que habían descubierto cuatro años antes el espionaje de los republicanos a los demócratas en las habitaciones del hotel Watergate– revelaban que Richard Nixon pasó sus últimos días en la Casa Blanca pasado de copas. Los periodistas del Washington Post contaban en Los últimos días que Nixon, aquejado por el Watergate, eludía las cuestiones de Estado y se recluía en el misticismo y la depresión: pasaba horas mirando los retratos de sus antepasados, entraba en crisis de llanto y sólo lo consolaba el whisky. El libro de los periodistas del Post mostraba que su secretario de Estado, Henry Kissinger, accedía a arrodillarse y rezar junto al presidente, pero si alguien pasaba cerca guiñaba el ojo o gesticulaba avergonzado. Ahora, Kissinger amenazaba a Fidel Castro con una invasión si los soldados cubanos que estaban peleando en Angola actuaban en otros países africanos. En Beirut, ese día, hubo 200 muertos y 500 heridos. La mayoría cayó en las calles del centro financiero de la capital de El Líbano, en ruinas de viejas mezquitas, ventanas de elegantes hoteles o bancos extranjeros abandonados, a orillas del Mediterráneo, a espaldas del valle de la Bekaa, no muy lejos de las mejores pistas de esquí de Medio Oriente. Al otro día, los falangistas cristianos y los palestinos alineados tras Yasser Arafat firmaban otro alto el fuego que no duraría mucho. En Vietnam, los ex combatientes vietcong intentaban rehabilitar para el cultivo enormes zonas de tierra devastadas por el napalm americano. En la India, el gobierno regional de Calcuta anunciaba un “vasto plan para que nuestra ciudad deje de ser considerada la más sucia del planeta”. En México, un estudio contaba veinte millones de desnutridos y decía que incluso en la Universidad Autónoma de la capital el 25 por ciento de los estudiantes sufrían anemia. En Europa, la unidad del Mercado Común era amenazada por la crisis económica: de sus nueve miembros, sólo Alemania, por sus enormes reservas, se beneficiaba de la crisis. Gierek, el premier polaco, ordenaba una “purga de intelectuales” de radios y revistas. “Estamos en contra de la obsequiosidad snob y cosmopolita hacia conceptos y estilos ajenos a nuestras ideas”, decía el líder comunista. Mientras, la aceptación o no de los eurocomunistas provocaba peleas entre el primer ministro ruso, Leonid Brezhnev, y su tercero, Mijail Suslov, que estaba en contra. Además, en Bolivia, el general Hugo Bánzer Suárez prometía elecciones para 1980 y se mostraba muy molesto “por la campaña extranjera que tanto daño causa a nuestro país”. En Chile, otro general, Augusto Pinochet, ordenaba la clausura de una nueva publicación: Ercilla murió antes de que su primer número llegara a los kioscos “por contener artículos tendenciosos destinados a desfigurar la imagen del supremo gobierno”. Y el general paraguayo Alfredo Stroessner se reunía con el único presidente civil de los países que limitan con la Argentina: el uruguayo Juan María Bordaberry. Sin embargo, hacía tres años que el civil Bordaberry gobernaba por delegación de la junta militar que detentaba el poder en su país.

—Mirá, acá el cable dice que Estados Unidos ya reconoció al nuevo gobierno.
—¿Ya?
—Sí, ya. Son más rápidos que el caballo del cowboy bueno.
—Acá hay otro sobre el Fondo Monetario. Mirá.
Le dijo Jorge Bernetti, y Nicolás Casullo lo leyó. El cable, fechado en Washington, informaba de “la buena disposición” con la que el FMI había saludado a las nuevas autoridades argentinas.
—… expertos locales aseguraron que el nuevo gobierno militar podrá obtener del Fondo un crédito stand by por 300 millones de dólares. En la actualidad la deuda externa argentina suma alrededor de 10.000 millones de dólares, de los cuales 1.100 tienen vencimiento en los próximos sesenta días…
—¡Qué hijos de puta! Ni siquiera esperaron a que el cadáver se enfriara, los muy guanacos.
Habían llegado un rato antes a la redacción del diario El Universal de México, en Insurgentes y Reforma. Nicolás trabajaba en la sección internacional y Jorge hacía editoriales, pero esa mañana los había sorprendido la catarata de informaciones confusas: que asumió la Junta, que nadie sabía dónde estaba Isabel, que el Ejército cerraba la Capital Federal, que ya había sindicalistas detenidos. Al rato convencieron a su jefe, Luis Javier Solana, de que mandara un enviado especial a Buenos Aires.
—Sería bueno que entonces me dieran indicaciones sobre itinerarios, lugares, gente para entrevistar, nombres de políticos y sindicalistas…
Jorge y Nicolás dedicaron un rato a armar un mapa del país que acababa de escapárseles de entre los dedos. Después escribieron las notas que contaban el golpe: Nicolás tenía la sensación de que habían pasado siglos desde aquella tarde del 25 de mayo de 1973, menos de tres años antes.
—Ahora sí que se acabó el sueño de volver a corto plazo… Empieza la noche de mierda. ¿Cuánto durará? Dijo Nicolás. Habían bajado a comer unos tacos antes de seguir con el trabajo.
—Diez años por lo menos, Nicolás.
—¿Estás loco, pero qué te pasa? ¿Te cayó mal el vino mexicano?
Nicolás intentó seguir discutiendo pero por momentos, oscuramente, tenía la sensación de que Jorge estaba en lo cierto.
—Che, mejor salir de acá, ¿no?
—Pará, no me hables tan bajito, es muy fatoso.
***
Los nervios de los presos de Rawson estaban a punto de explotar. Después de comer, el celador los dejó salir al baño, de a uno y pasó preguntando si necesitaban médico:
—Sí.
Dijo Alberto Elizalde, aunque lo que tenía era más bien ansiedad, intriga. En dos años y medio de cárcel había aprendido varios trucos. Al cabo de un par de horas el celador abrió la puerta y el médico se sentó en su catre y lo miró desganado:
—¿Qué le pasa?
—Acidez…
Mientras garabateaba el recetario, Alberto lo intentó:
—Hubo cambios políticos, ¿no?
—Pasó lo que muchos hace mucho tiempo queríamos que pasara
Alberto tuvo un escalofrío. Recién a la noche se confirmó la noticia. Serían ya como las ocho, calculó, porque ya habían hecho el recuento de la tarde y estaba oscureciendo. De noche solía soplar el viento. Entonces, Alberto escuchó el ruido de la pared de la celda de su izquierda, donde estaba el Tío Durdos. Para las noticias reservadas usaban el código Morse: con el capuchón de la birome o con el tenedor golpeaban la pared del vecino y el otro acercaba la oreja. El Tío le había hecho uno-dos-dos-uno: un golpe, espacio, dos golpes suaves, otros dos golpes suaves y otro golpe. Alberto agarró su tenedor y contestó la contraseña. Recién entonces Durdos le pasó la nueva:
—Dieron el golpe. Videla es el presidente. En el penal, sin cambios. Mantener disciplina interna. Pasalo.
Hacía frío y silbaba el viento patagónico. Esa noche Alberto casi no durmió: no creía que, como decían algunos, los militares fueran a intentar una tregua, una salida
pactada. Le molestaba mucho esa manía de algunos presos de hacer análisis a partir de sus ombligos: estaba harto de escuchar a algunos que sólo buscaban argumentos para cajetear con la libertad. Al revés, se decía: el partido ya nos advirtió que se va a profundizar el enfrentamiento. Hacía poco les había llegado un informe optimista: el PRT estaba fuerte para soportar los embates de los militares. Pasado el primer momento de miedo, decía el informe, el pueblo va a redoblar la capacidad de lucha. Eso le daba fuerza para aguantar la incertidumbre. Alberto trató, una vez más, de dormirse.


*Periodistas y escritores.