COLUMNISTAS
asuntos internos

A cada quien su propio Salinger

“Si de veras quieren oírlo contar, lo que probablemente querrán saber primero es dónde nací, cómo fue mi infancia miserable, de qué se ocupaban mis padres antes de que yo naciera, en fin, toda esa cháchara estilo David Copperfield; pero, para serles franco, no me siento con ganas de hablar de esas cosas”.

Tomas150
|

“Si de veras quieren oírlo contar, lo que probablemente querrán saber primero es dónde nací, cómo fue mi infancia miserable, de qué se ocupaban mis padres antes de que yo naciera, en fin, toda esa cháchara estilo David Copperfield; pero, para serles franco, no me siento con ganas de hablar de esas cosas”. Esta es la versión castellana del brillante comienzo de El cazador oculto, según uno de los fetiches de mi Salinger personal: una edición ajada, humedecida en los bordes del papel y borroneada en la cubierta y contratapa por trazos de birome negra (seguramente por mí mismo cuando tenía unos seis meses, ya que la edición de la Compañía General Fabril Editora que robé de la biblioteca de mis padres en mi adolescencia tiene pie de imprenta en abril de 1976). Muchos años después de ese afortunado saqueo, cumplí con un rito gastado a través de generaciones: le regalé un ejemplar de la novela a mi hermano menor, cuando él andaba por los once o doce años. Es lo que pasa con Salinger, y especialmente con ese libro: así como a Holden Caulfield, el protagonista de El cazador oculto, le daban ganas de llamar a sus escritores favoritos por teléfono luego de leer sus obras, es imposible abordar esas páginas y contener, luego, el impulso de compartirlas con las personas que más queremos.
Salinger es también uno de los más claros ejemplos de aquella verdad literaria que dice que los grandes escritores suelen ser tipos conservadores y algo despreciables. Según dejaron trascender los testimonios de sus mujeres e hijos, puertas adentro era una especie de tirano, y no cuesta imaginarlo como uno de esos abuelos hoscos e insufribles a los que hay que tolerar una o dos veces por año en las reuniones familiares. Además, estaba tan obsesionado con el cuidado de su exigua obra publicada que era capaz de prohibir muy buenas traducciones (como la que en su momento realizó la editorial Sudamericana) o de obligar a volver al título El guardián entre el centeno (en lugar del mucho más fiel y bello El cazador oculto) porque alguien se había tomado el atrevimiento de diseñar una tapa sin consulta, o agregar sus datos biográficos (Salinger los evitaba, al igual que a las fotografías, en las ediciones de sus libros) en una solapa. Pero, al mismo tiempo: ¿cómo no querer a un tipo que demuestra (en sus novelas y en cada uno de los Nueve cuentos) una sensibilidad fuera de lo común y que gustaba de aporrear y demandar a curiosos, paparazzi y periodistas indiscretos? ¿Cómo no admirarlo, a él que hizo del retiro de la vida pública una norma de vida, y que demostró que para ser un gran escritor lo importante es escribir, y que publicar es algo accesorio, de ninguna manera necesario?
Con sus cuentos sucede lo que con muy pocos: pasan con facilidad la prueba de la relectura. Se puede volver a ellos una y otra vez, jamás sentir vergüenza del lector que uno fue y descubrir cosas nuevas. Como, por ejemplo, en Para Esmé, con amor y sordidez. Allí está su opinión sobre el mundo editorial (“Empecé a explicarle que en los Estados Unidos todos los editores eran una banda de...”) y una lección de literatura breve y contundente, en boca de una niña y dirigida a un escritor: “¡No tiene por qué ser prolífico! ¡Basta con que no sea estúpido e infantil!”. Sin él, el mundo será un lugar un poco más banal.