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¡A fornicar!

Así como el peronismo en el poder goza y en el llano hace promesas de reforma… Pero no, no es la manera de empezar una columna.

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Monseñor Héctor Aguer | DyN
Así como el peronismo en el poder goza y en el llano hace promesas de reforma… Pero no, no es la manera de empezar una columna. Va de nuevo: entre la destrucción de un pueblo en Italia, el manzanazo en Plaza Rosada, los índices de desocupación, el nuevo romance de la afásica de turno con el millonario ídem y las alegaciones de inocencia de Michetti y de Bal, el arzobispo de La Plata encontró su lugarcito en la tapa de los diarios cuando denunció la existencia de una cultura fornicaria que banaliza la unión entre el hombre y la mujer.

La idea subyacente es interesante: postula que la yuxtaposición de los cuerpos y sus gimnasias subsecuentes deberían ser consideradas un acto trascendental. No es extraño que esto lo asegure alguien que por cuidado de su trabajo se ve en la obligación de garantizar que carece de toda experiencia al respecto, y que precisamente debido a su política de abstinencia confiere un carácter excepcional, y más aún, trascendente, al acto del que ha elegido privarse. El problema es que esa trascendencia, ese carácter de sublimación místico-carnal, se les pide que la encuentren o la aporten por vía del matrimonio a seres bípedos como nosotros, que, como tantos otros animales, contamos con órganos de goce (trascendente e intrascendente) que son también los destinados a la ingesta y la excreción. Quizá sea precisamente la evidencia de que nacemos y fornicamos entre las heces y la orina lo que lleva a las corporaciones religiosas a sublimar los impulsos primarios de la cópula de sus integrantes para mejor fundirse con la devoción abstracta del nombre del Señor.

Lo notable del comentario del obispo, más allá de los correctivos que le aplique el Inadi, es el carácter contable de sus admoniciones. El ensotanado caballero apunta a casos de fornicación en la farándula (¿?) y luego desplaza su mirada inquisidora sobre la cantidad de profilácticos repartidos en la Villa Olímpica: 42 condones por atleta por 17 días de competición, lo que en un cálculo estricto daría dos polvos y un cuarto por persona por día (¿el cuarto sería el pecaminoso petting?). Claro que esta cifra, grosso modo, habría que multiplicarla por dos, ya que presumimos una mitad de población femenina y no usuaria de preservativo. ¿A monseñor Aguer lo escandaliza o exalta la posibilidad de que esos esculpidos cuerpos atléticos puedan tanto luego de una jornada de esforzados entrenamientos y exigente competición?

Pero no hay que pensar mal.
Quizá el obispo es un iluminado que ve en la (in)cultura contemporánea un retorno al politeísmo y a la adoración de dioses más antropomórficos, un progresivo abandono general de su Dios extraviado en la inmensidad de los cielos. Así, las farándulas son, aquí y allá, objetos de estampitas y de sueños, que se estiran y alcanzan su dimensión máxima en las pantallas de cine, y lo mismo ocurre, más periódica e intensamente, con esa reunión del atletismo y los deportes. Durante las olimpíadas, los atletas reunidos son mecanismos lustrosos, glamorosos, deseantes y deseables, vistos por el panóptico televisivo planetario, que hacen de sus cuerpos perfectos o deformados por las respectivas especialidades el destino último de los anhelos de sus almas esclavizadas por el impulso de triunfar. Lo que monseñor Aguer encontraría como rumbo terrible es la restitución de la cultura grecorromana: el Olimpo en la Villa Olímpica. Los dioses gozando de sus atributos. Pues bien, su mirada, que execra además “la fornicación contra natura, ahora avalada por leyes inicuas que han destruido la realidad natural del matrimonio”, ¿no debería echar una ojeada crítica a la fornicación contra natura de sus colegas que cotidianamente atentan con manos y labios y miembros contra los niños que en sus colegios de educación privada y religiosa deberían proteger?

Desde que la Iglesia inventó el mito de la abstinencia para consumo propio, de modo de suprimir el derecho de herencia y evitar que sus propiedades pasaran a manos de las mujeres e hijos de los integrantes de su institución, inventó también una ideología y recibió su castigo moral. Quizá ya es hora de que vuelvan a pensar en la posibilidad de coger y dejar coger.