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Aborto: duelo de fondo Bergoglio-Macri

El del aborto es un debate dramático porque no hay soluciones intermedias.

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QUE MACRI impulse el debate del aborto le ratifica al Papa que Cristina encarna mejor los valores conservadores de Iglesia y sociedad. | TEMES

Como sujetos evolucionados, nos jactamos de entender al otro.
Pavadas.

El reconocimiento de la otredad es el mayor desafío civilizatorio del hombre, la lucha de la razón contra el impulso de autoprotección animal, el desgarrador esfuerzo intelectual capaz de negar una parte de nuestra propia identidad para aceptar la identidad del otro. Dejar de existir un poco para tolerar la existencia, las creencias y los derechos de los demás. Todo tan difícil.

De Hegel a Freud, las ciencias sociales buscan explicar cómo las diferencias entre nosotros y los otros nos constituyen como personas, sociedades, religiones y naciones. Pero a pesar de que el reconocimiento al derecho del otro a pensar distinto se impuso como materia obligada del ciudadano políticamente correcto de Occidente, los instintos básicos suelen aflorar cuando se tratan ciertos temas. Entonces, de nuevo, el otro puede ser visto como un enemigo. O, en el caso del aborto, como un asesino.

El otro mata. El del aborto es un debate dramático porque no hay soluciones intermedias. Quienes están en contra de que una mujer aborte legalmente lo están porque consideran que permitirlo sería aceptar un acto criminal: para ellos, abortar singifica matar a una persona que está dentro de otra persona.

En cambio, quienes están a favor de despenalizar lo están porque no creen que lo que se aborta sea una vida. Creen, sí, que de seguir siendo ilegal esa práctica continuarían muriendo centenares de mujeres por año a causa de infecciones y de la precariedad clandestina. Además, consideran que una mujer tiene derecho a decidir sobre su cuerpo.

En ambos casos, los unos están profundamente convencidos de que los otros son culpables de la muerte de seres humanos.
Tampoco la ciencia podría aportar más de lo que aporta. Sobre los mismos datos, se interpreta diferente. Unos toman la fecundación como comienzo de un nuevo ser. Otros consideran que ni aun después de la fecundación del óvulo, ni formado el blastocisto (que mide entre 0,1 y 0,2 milímetros) ni el embrión (entre la cuarta y la décima semana, en las que pasa de 0,5 a 4 centímetros) se está ante la presencia de una persona.

Unos se horrorizan de que una madre mate a su hijo y, ahora, que el Parlamento pueda votar una ley para permitirlo. Otros no comprenden que alguien razonablemente considere que algo que es poco más que la unión del óvulo femenino con el espermatozoide masculino pueda ser tratado como un ser humano.

Si bien hay ateos que se oponen a la legalización del aborto (al menos ante embarazos avanzados) y creyentes que no consideran que se cometa un crimen, en general esta grieta tiene un alto componente religioso.

Con ella esto no pasaba. En la Iglesia Católica el tema unifica a las corrientes internas. No hay obispo ni sacerdote que no piense que el aborto significa muerte. Este papa introdujo una contemplación mayor ante situaciones que para otros papas eran motivo de excomunión (divorcio, matrimonio gay), pero sobre el aborto mantiene la lógica histórica de la Iglesia de considerarlo delito: “Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente”.

Imagínense lo que puede representar para los oídos de Francisco que el presidente de su patria diga que está a favor de la vida, pero que todos tienen derecho a pensar lo que quieran. Para él, es como si Macri hubiera dicho: “Yo estoy en contra de estos asesinatos, pero no me parece mal que otros acepten cometer esos crímenes. Veremos qué dice el Congreso”.

Bergoglio y Macri se conocen muy bien. El primero sabe que el otro es un liberal new age que practica el catolicismo con la misma liviandad con la que luego “armoniza” la Casa Rosada o admira a Ravi Shankar, el gurú de la respiración y la felicidad individual.

Macri está convencido de que el otro es un peronista que nunca dejará de involucrarse en la política local y que su mirada religiosa ya le había provocado dificultades cuando era jefe del gobierno porteño y Bergoglio militaba en contra del matrimonio igualitario.
La Iglesia de Roma y el liberalismo occidental siempre confrontaron, pero durante décadas los unía un enemigo en común: el marxismo. Tras la caída del Muro de Berlín, sus choques históricos se hicieron más explícitos.

El Vaticano culpa a los gobiernos liberales de haber degradado la raíz católica de sus pueblos, permitiendo el ingreso de multicreencias y el avance musulmán en Europa. Desde lo económico, le cuestiona privilegiar lo individual sobre lo social, endiosar al mercado y promover el egoísmo personal como motor del bienestar colectivo.

En contraste con la mayoría de los intelectuales argentinos, que catalogaron de conservador al macrismo, Bergoglio nunca se confundió: Macri es el liberal que no hubiera querido de presidente. De quién otro podría hablar cuando, en su visita a Perú, un micrófono tomó su dicho: “América Latina buscaba la Patria Grande y ahora está sufriendo un capitalismo liberal deshumano”.

La actitud de Macri de impulsar una controversia a la que no parecía obligado es el ejemplo extremo de que, con todas las discrepancias que el Papa tuvo con Cristina Kirchner, ella encarna mejor los valores conservadores de Iglesia y sociedad. Bergoglio siempre le reconoció su claro repudio al aborto que, a diferencia de Macri, la llevó a prohibir que sus bancadas abordaran el tema.

El Macri que este 1° de marzo abrió las sesiones ordinarias promoviendo el debate, y anunciando programas de salud reproductiva y de métodos anticonceptivos en adolescentes, pudo haber sorprendido a los militantes y a algunos dirigentes kirchneristas, pero no a quienes ven a Macri como lo que es, un liberal de la posmodernidad.

También a los macristas los confundió siempre la actitud del Papa con su líder. Suponían que Francisco recibiría con sonrisas y brazos abiertos al hombre que venció al kirchnerismo. Pero el Papa distinguió entre adversarios tácticos como los Kirchner, que lo acosaban políticamente; y estratégicos, como Macri, que ya en la Ciudad había promovido “la liberalización de las costumbres y el budismo individualista”. No es un problema político. Es filosófico y existencial.

¿Qué hacer? Algunas voces del Gobierno y de la Conferencia Episcopal dicen que no habrá batalla final, simplemente porque le habrían informado a la Iglesia que no se alcanzarán los votos para aprobar la ley. Si fuera cierto que el PRO considera que habrá tratamiento sin ley, la pregunta es para qué instalar la discusión. La respuesta fácil sería que es una forma de sacar la atención pública de los problemas económicos. O de quedar como promotor de un lance que podría dar algún rédito electoral, sin el costo final de aprobar la nueva legislación.
Pero también puede ser que el Gobierno, pese a lo escuchado por los obispos, esté dispuesto a avanzar con la despenalización, más allá del rechazo público de sus principales líderes (Macri, Peña, Vidal, Larreta). Se trataría de una “despenalización paulatina”. De hecho, en el Ministerio de Justicia se trabaja en una propuesta intermedia entre las distintas posturas del oficialismo, que limitaría la penalidad por aborto al cumplimiento de tareas comunitarias. Sería a través de una modificación del Código Penal y una forma de ir quitándole criminalidad a la cuestión.

Quedan cinco países en el mundo en los que está absolutamente prohibido abortar: el Vaticano, Malta, Nicaragua, República Dominicana y El Salvador. En este último, en 2017 se condenó a 30 años de prisión a una mujer que abortó tras ser violada. En el resto de los países se contempla la posibilidad de abortar en ciertos casos y en otros por el simple pedido de la mujer, como Estados Unidos, Sudáfrica, Canadá, Australia, Uruguay y todos los europeos, salvo Finlandia, Polonia, Reino Unido y Andorra.

Después de 35 años de democracia, un gobierno posmoliberal –el primero no peronista ni radical de la historia– lleva esta polémica al Congreso. La duda es si los representantes están empoderados por sus representados para votar por ellos en un asunto cruzado por intimísimos dilemas éticos. O si en un caso como este, que unos y otros consideran de vida o muerte, sería necesario que cada ciudadano dijera con su voto, en un plebiscito, qué se debería hacer.