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Al Alvarez y la civilización malla

Escuchar un recital de Edgardo Cardozo es como meditar. El tipo entra con su guitarra, lo espera una silla, algo de luz sobre él y nada más.

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Escuchar un recital de Edgardo Cardozo es como meditar. El tipo entra con su guitarra, lo espera una silla, algo de luz sobre él y nada más. Cuando el concierto termina tenés la sensación de que tu mente quedó como el álbum blanco. Algo similar me pasó con uno de mis poetas preferidos, Al Alvarez, de quien el año pasado ya había leído un ensayo sobre la noche –su metafísica, sus lugares oscuros, los sueños, etc.– y ahora acabo de terminar maravillado En el estanque (Diario de un nadador), que acaba de editar Entropía en una extraordinaria tradución de Juan Nadalini. Reparo en la traducción porque Alvarez trabaja un lenguaje privado y coloquial que Nadalini logra transmitir sin hacerse notar.

Es probable que el cuento El nadador, de John Cheever, trate, entre otras cosas, sobre el comienzo de la vejez, el paso del tiempo. Alvarez lo analiza brevemente en una de sus anotaciones que escribe cuando ya está seco y se sacó la malla: “Nadar es un placer, es beberse entera la tarde de verano, es felicidad. Es lógico y natural que un hombre, en cierta medida, se ame a sí mismo. Como también es lógico y natural que haya goteras en el techo, aunque difícilmente sea algo universal. Por eso aquellos que vacían la pileta no son más que una amenaza. Para cuando él llegue, el agua tendrá la profundidad necesaria para zambullirse”.

En el estanque son los apuntes diarios de un hombre mayor que encuentra consuelo en la natación, a medida que describe el lugar donde nada –Hampstead Head, en el corazón de Londres– rodeado de cisnes, gallaretas y patos salvajes. Alvarez fue escalador –así malogró los cartílagos de sus piernas y apenas puede caminar– y jugador de póker. Un adicto a la adrenalina que intentó suicidarse cuando fracasó su primer matrimonio –tiene un ensayo sobre la separación también muy bueno– y que logró torcer el rumbo de su vida. Ahora la adrenalina, nos cuenta en estos diarios, es sumergirse en pleno invierno en el agua helada. La natación lo hace olvidar el peso de la gravedad de la Tierra, los achaques físicos. Describe las mutaciones del paisaje donde nada de la misma forma en que Francis Ponge describía el bosque de pinos donde permaneció oculto durante la guerra: “Estudio cómo se van hinchando muy despacio las puntas de las ramas de los árboles que asoman sobre el estanque”. Pero Ponge estaba en la guerra y Alvarez está en la vejez, que es una masacre: “Envejecer es más fácil que estar enamorado”. “Sospecho que otro indicio de la vejez es la gratitud que sentimos frente a cualquiera que todavía se dé cuenta de que tenemos alguna entidad. Hannah Arendt decía que una de las victorias del totalitarismo había sido despojar a sus víctimas de historia e identidad para pasar a tratarlas como una pura estadística. La juventud, en cierto sentido, es un totalitarismo benigno”.

Cuando Al se cruza con otro nadador, repara: “Hoy charlamos un segundo, más que nada sobre las humillaciones de la vejez –el tema de siempre. Y lo cierto es que es la primera vez que lo vi como a un viejo. No por la panza y las canas –que tiene hace años y sobrelleva muy bien con esa contextura tan robusta–, sino por cierto temblor difuso que lo rodeaba, una vibración en el aire, un halo tenue de vacilación –no mental: física–, como si no estuviera completamente en foco. Es lo que sucede cuando empiezan a separarse cuerpo y alma”. Pocas veces un estudio de la vejez produce un efecto tan liberador para el lector.

Al Alvarez nunca es autoindulgente. Llama a las cosas por su nombre y las enfrenta con humor y alegría aun en días pésimos en los que apenas se puede mover y lo tienen que llevar al estanque en silla de ruedas. Así pasan los compañeros de natación, un sastre, un músico. Los bañeros que miden la temperatura del agua y se preocupan de que no pase demasiado tiempo adentro de ella si hace mucho frío para que no haga “la Gran Rudolph”. ¿Quién fue Rudolph? Un compañero de natación que murió y al que se lo celebró con un asiento conmemorativo en el paseo y chistes y comidas. Ahora “vamos a apoyar nuestras nalgas arriba de él”, dice Terry, uno de los bañeros. Alvarez se ríe. Es más poderoso que Aquamán.