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Tiendo a pensar que no son pocos los que consideran que existen buenas razones para temerle a la policía: para sentirse precavido, o bien para recelar, o bien para tenerle lisa y llanamente miedo. Algunos lo habrán aprendido en la militancia política, otros en algunos recitales de rock, otros en las canchas de fútbol, otros sencillamente en las calles de cualquier ciudad, de cualquier pueblo. Y algunos lo sabrán por ser lectores de la literatura gauchesca, o por serlo de Operación masacre, de Rodolfo Walsh. Buena parte de los argentinos, en definitiva, entabla con la policía una relación de cierta desconfianza o de marcado pavor. Y es que demasiadas veces fue la fuerza de la ley la que acabó violando la ley, agrediendo, maltratando o matando.

Los buenos policías, que según se dice los hay, han de ser los más profundamente consternados ante este estado de cosas, los más preocupados de todos. Porque a ellos les toca ser honestos y limpios en una institución en la que la deshonestidad y la mugre rebasan por los cuatro costados, infestando su historia entera. Los nostalgiosos que acostumbran evocar la dulce confianza que otrora se tenía al agente de la esquina  acaban por trastabillar en su remembranza al saber con qué frecuencia esa figura, u otra equivalente, dio en enlodarse en lo turbio o en lo atroz.

Dijeron los encuestadores que el de la inseguridad era un tema prioritario en nuestra sociedad: que la mayoría de nosotros vivía amedrentada. Y aunque la certeza de que “acá salís a la calle y te matan” la enunciaban con frecuencia personas a las que no habían matado ni le habían matado a nadie, si es que no, más aún, estrellas de la televisión que ni siquiera salen a la calle, lo concreto es que el miedo ante la inseguridad quedó como un dato efectivo. El delito y la violencia, que ciertamente existen, deciden la zozobra en la que muchos se ven envueltos.

Pues bien, en supuesta prevención de esa clase de inseguridad, notamos que han regresado a nuestras vidas la pasmosa prepotencia de las requisas policiales y la brutal arbitrariedad de los interrogatorios por portación de rostro. O que la Gendarmería se mete en un barrio pobre y dispara con balas de goma a unos niños del lugar.

A ese miedo del que tanto se habló viene ahora a agregarse este otro: más espeso y más terrible. Sin haberse nunca ido, vuelve. Retorna como retorna, no lo reprimido, sino lo represor.