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Llegué tarde a todas partes porque tuve una cita con el Padre Sol y una no puede, no debe hacerlo esperar.

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Llegué tarde a todas partes porque tuve una cita con el Padre Sol y una no puede, no debe hacerlo esperar. Escuchame bien, dice, la próxima vez que me hagas esperar preparate porque vas a tener que aguantarte mi mal humor. A la flauta, pienso yo, o mejor cáspita, como dicen las novelas traducidas del inglés al español, cáspita, me va a flechar hasta el caracú. Así que ya hace rato que me porto bien con él. No sé qué pasará con los otros, los miles de millones de otros que hay en el vasto universo; no lo sé y no me importa. Los puedo mostrar como si lo supiera en cualquier cuento disparatado de los que se me ocurren. Pero el que me importa es éste, éste que se pasea por mi jardín y se ofende si yo no salgo a tiempo a mirar para arriba y saludarlo. Claro que a veces me intriga pensar qué hacen y qué dicen y qué piensan y qué esperan esos otros, los soles de los miles de millones de galaxias que andan por ahí. Termino por convencerme de que muy distintos de los que luce el mío no han de ser. Claro que no tan bellos porque no todos pueden ser de oro como el mío. Ni tan generosos porque en otros mundos de otras galaxias seguro que no se siembra trigo o alfalfa o maíz o girasol sino cosas más raras con las que nosotros no sabríamos qué hacer, si comerlas o tirarlas o almacenarlas o ensobrarlas y enviárselas a nuestro amigos. O peor, a nuestros enemigos; bueno, enemigos una no tiene; rivales, digamos. Lo que hay en la base de todo esto es que sin él, sin nuestro Padre Sol, no podríamos vivir. Es más, ni siquiera podríamos haber empezado a paladear la vida y nos habríamos quedado en unos bichitos insignificantes, negritos y coruscantes siempre huyendo de las arañas y de los monos y, ay, de esas criaturas nuevas que andan en dos patas. Pero vino el brillante Padre de los cielos y con algunos otros personajes con los que formó un equipo llegamos a esto, al microscopio electrónico, el Empire State Building, las armas nucleares, las vacunas, el psicoanálisis, Einstein, Pablo Picasso, Carlos Gardel y el hombre en la Luna esperando para ir uno de estos días hasta más allá de todo lo conocido. Bastante bien, ¿no es cierto? No digo que lo hayamos hecho todo perfecto: basta con mirar desprejuiciadamente hacia atrás para darnos cuenta de que si hubiéramos corregido a tiempo ciertas situaciones nos habría ido mucho mejor, pero en fin, lo hecho hecho está. Yo lo que propongo al mundo en general y a la canciller Angela Merkel, ya que está entre nosotros, es que de acá en adelante andemos con más cuidado. Que mejor escuelas y museos que cuarteles; y mejor hermanos que vecinos; y mejor autopistas y aeropuertos que fronteras y mejor trueque     que dólar y mejor dientes que colmillos y mejor Anagnosia que novela rosa y mejor bebés que rottweilers y mejor bolitas y rayuela que bumpumetralletas y mejor palabras cruzadas que romances de rubias idiotas en la televisión. No es un programa muy original pero se entiende, ¿no?