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Algunas consideraciones y una recomendación

Siento por Nanni Moretti una ambivalencia afectiva similar a la que siento por Godard: él me resulta mucho más interesante que sus películas.

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Siento por Nanni Moretti una ambivalencia afectiva similar a la que siento por Godard: él me resulta mucho más interesante que sus películas. Pero de todos modos, como me ocurre con Godard, cada vez que estrena una asumo la obligación de verla, aunque no tenga ganas, ni esperanzas, ni tiempo –eso debe de tener un nombre en alemán, pero no sé cuál es. Estoy en Italia ahora, y hace unos días en Milán fui a ver Santiago, Italia, el documental de Nanni Moretti que acaba de estrenarse.

El film es formalmente nulo, en el sentido de que carece de cualquier ambición que no sea la de transmitir testimonios que contribuyan, como en un coro, a conformar una voz única –más bien un grito en este caso, pero un grito afinado, como los de las actrices de Hitchcock. Primera sorpresa: los entrevistados chilenos hablan un italiano casi perfecto. Pensaba que Moretti, en su intento de narrar el golpe de Pinochet en 1973, había recurrido a aquellas voces que no requirieran subtitulado. Error: allí están Miguel Littín y Patricio Guzmán hablando en perfecto español –Patricio Guzmán es el realizador del que tal vez sea uno de los mejores documentales filmados jamás: La batalla de Chile (1975). Por el momento es una incógnita que se resolverá pronto: ¿por qué tantos chilenos hablan italiano tan bien?

La primera mitad del film, que dura 80 minutos, es, a los ojos de un argentino mínimamente informado, de un aburrimiento discreto. Las voces cuentan una historia conocida, o mejor dicho muy conocida: la asunción de Salvador Allende, el bombardeo a la Casa de la Moneda, la oscura historia de la cárcel más grande la dictadura chilena: el Estadio Nacional. Hablando con amigos italianos confirmo algo de lo que no dudaba: los italianos no tienen mucha idea de lo ocurrido en Chile en 1973, por lo tanto ese aburrimiento no es generalizado, sino solo –o casi solo– mío. Pero en la segunda mitad empieza lo bueno, el porqué, el sino de este film formidable. Era obvio que para llegar a contar lo que importa era necesario poner en autos a los espectadores, de modo que lo que viene se muestre en toda su radiante insolencia. El tema es el papel jugado por la Embajada de Italia en la acogida de refugiados, que para estar a reparo debían saltar un muro, ante la mirada de los carabineros que lo custodiaban –y en ciertas ocasiones disparaban.

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La acogida de los refugiados no era algo privativo de la embajada italiana; las embajadas de muchos otros países les abrieron sus puertas, pero la italiana, a diferencia de las demás, nunca estimó que la cantidad de refugiados era suficiente como para permitirse cerrar las puertas y dar por concluida su ayuda humanitaria. Los chilenos perseguidos seguían saltando el muro y cayendo en el jardín de la embajada hasta sumar más de doscientos, que finalmente fueron enviados a Italia, desde donde muchos de ellos retornaron a Chile y donde otros muchos siguen viviendo.

Hay en el film un momento sublime y dos o tres momentos lamentables. El sublime: entrevistando a un genocida en la cárcel, este se rebela, incomodado por el tenor de las preguntas que le hace Nanni Moretti, y reclama imparcialidad, a lo que Moretti, de un modo tajante, responde: “Yo no soy imparcial”. Los lamentables: el regodeo de Moretti ante el llanto de los entrevistados. En el manual del pequeño entrevistador sigue diciendo que el llanto es indicador de algo; se lo persigue en radio, en medios gráficos, en televisión. Es indudable que Moretti también creer que el llanto es portador de algo, por eso se regodea en tres ocasiones en el ánimo quebrado de tres entrevistados. Yo creo que no hace falta ver llorar a la gente para saber que sufre.

En cualquier caso la película transmite algo que fue a la vez la motivación de Moretti para ponerse manos a la obra: cierto orgullo por aquellos que en determinado momento hicieron lo que debía hacerse. Una buena razón para sentirse honrado por haber tenido a ciertos predecesores que cuidaban y protegían y cierto asco por los contemporáneos que en vez de acoger, expulsan.