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Amor

Camilo te amo, gritan algunas mujeres atrás nuestro y las pantallas de los celulares se suspenden sobre las butacas como besos eléctricos.

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Camilo te amo, gritan algunas mujeres atrás nuestro y las pantallas de los celulares se suspenden sobre las butacas como besos eléctricos. | marta toledo

Con Dolores nos escapamos de un taller, nos subimos a un taxi y atravesamos la ciudad rumbo al Luna Park. La noche está fea, húmeda. Chispea y vemos las gotas salpicadas en la ventanilla. Por WhatsApp Yani nos dice que está a pocas cuadras, que dónde estamos, que no lleguemos tarde o nos revienta. Vamos bien, pero en Corrientes, a la altura de los teatros, se pone lento. Estamos cerca. Pero Yani insiste en que ya llegó, que ya están todos entrando, que nos apuremos. Que si por culpa nuestra se lo pierde cuando entre no nos va a perdonar nunca. Llegamos y la buscamos entre las mujeres que se fuman el último pucho y los vendedores de llaveros, sombreros, fotos. Está en la puerta 5. Dice que se está meando y, apenas pasamos las entradas por el molinete, desaparece en los baños. Dolo y yo nos instalamos. El Luna está repleto. La mayoría somos mujeres de cuarenta para arriba, más para arriba que de cuarenta. Hay muchas melenas planchadas y platinadas, mucho perfume dulzón y pilcha de salir.

En el escenario una pantalla enorme y proyectado un reloj eléctrico clavado en tres minutos. La banda empieza a acomodarse y el reloj se activa. Comienzan a restar los segundos y Yani sigue en el baño. Por fin llega y alcanza a sentarse antes de que todas las respiraciones se corten porque el reloj está por marcar 0:00 y los músicos empiezan a tocar y Camilo Sesto aparece en el escenario. Digo bien, “aparece” porque llega como flotando desde la oscuridad del telón hasta el micrófono de pie y la banqueta donde se apoya, delicado, y empieza a cantar.

Camilo te amo, gritan algunas mujeres atrás nuestro y las pantallas de los celulares se suspenden sobre las butacas como besos eléctricos.

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El sigue cantando y yo vuelvo abajo de la parra de mi casa donde la tía y sus amigas se depilan las cejas bien finitas, se ponen máscaras de huevo en el pelo, se embadurnan la cara con cremas caseras. Se preparan para el baile de la noche, mientras escuchan sus casetes. En la casa del abuelo, la tía tiene varios pósters de él y fotos que recorta de las revistas y pega en la puerta del ropero. Camilo es hermoso y canta de lindo. Yo revoloteo alrededor de ellas, escucho sus conversaciones sobre tipos que les gustan, los planes de verse con ellos en el baile.

A la madrugada van a volver a mi casa (todas viven en el campo y cuando vienen a bailar se quedan en casa), dos se van a meter en mi cama, las piernas frías, el aliento a tabaco y sidra, el perfume pasado. Yo entre sueños las voy a oler, me voy a poner cerquita y las voy a oler, me voy a volver a dormir con ese olor a muchacha que quiero tener cuando sea grande: olor a mujer y a cosas que todavía no sé qué son. A veces alguna llora despacito, medio borracha. A veces, dormida, alguna canta bajito palabras sueltas que puedo reconstruir de memoria: un amor como el mío no se puede ahogar como una piedra en un río… Todas eran hermosas y atrevidas, y en las tardes que se preparaban para el baile el patio se llenaba con su risa de yegüitas. Después pasó el tiempo: unas se casaron y siguen casadas, otra se separó y volvió a juntarse, una quedó soltera, a mi tía se le murió un hijo.

Ahora, a mi lado, Yani también canta, ella se sabe todas las canciones. ¿Adónde estará volviendo ella? ¿Adónde Dolores? ¿Adónde cada una de nosotras, las mujeres que estamos en el Luna, ahora? Las que gritamos Camilo te amo y las que nos quedamos calladas. Seguramente ninguna de nosotras ha escuchado tantas veces seguidas la palabra amor de la boca del mismo hombre como vamos a escucharla esta noche, estas dos horas.