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Anarquistas y fotógrafos

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En el reciente Bafici se exhibió una película llamada Stemple Pass, dirigida por James Benning. Consiste en cuatro planos fijos que muestran desde el mismo lugar pero en distintas estaciones una cabaña en el bosque de Montana. Benning ha hecho otras películas radicalmente contemplativas, pero ésta se distingue porque la cabaña perteneció a Theodore John Kaczynski, más conocido como el Unabomber, el terrorista solitario cuyos paquetes explosivos enloquecieron al FBI durante 17 años hasta su captura en 1996.

Benning nació en 1942, igual que Kaczynski, y no es la primera vez que se ocupa del personaje. De hecho, construyó en su casa una réplica de la cabaña y la ubicó junto con otra que reproduce la que Henry David Thoreau habitó en Walden. Entre esos tres solitarios se teje una red de afinidades alrededor del anarquismo y la vida natural. En Stemple Pass, Benning lee en off los diarios del Unabomber y, aunque se disocia de él dedicando la película a sus tres víctimas fatales, no hay duda de que comparte sus obsesiones: un radical individualismo, el amor por la matemática y la naturaleza, la desconfianza hacia la tecnología y una relación con la sociedad y el poder que puede resumirse en esta complicada frase de Thoreau en Desobediencia civil: “La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer siempre lo que creo correcto.”

Entre los fragmentos de Kaczynski que Benning lee hay una frase particularmente poderosa. Dice el Unabomber que lo importante en la contemplación de la naturaleza no reside en captar la belleza de sus imágenes y sonidos, sino en el sentimiento de libertad que evoca. Esa frase se aplica extraordinariamente bien al cine, que fue de todas las artes la más capaz de evocar de un modo directo la idea de la libertad en el espectador. La cinefilia no es otra cosa que la custodia, a veces al borde del terrorismo, de esa libertad que la pantalla evoca en el espíritu. Los grandes momentos del cine funcionan como disparadores de esa sensación inexplicable, a contramano de lo visual y lo auditivo, entendidos como adornos y destrezas técnicas.

De esta intuición del Unabomber, de esa vibración de la que es tan difícil dar cuenta, hablaba el otro día con Rui Poças, afable y genial director de fotografía portugués de paso por la Argentina, responsable de las películas de dos grandes realizadores como Miguel Gomes y João Pedro Rodrigues. Hablamos también de la evolución reciente del cine hacia la imagen digital y Poças contó que hace poco se hizo un curioso experimento en una universidad suiza: se filmó exactamente el mismo cortometraje con una vieja cámara de 35 mm, con la cámara digital más avanzada y con otra, también digital, que simula la textura del celuloide. Cuando los cortos se exhibieron a los especialistas (cineastas, fotógrafos, críticos), éstos no encontraron diferencias significativas y avalaron así el pasaje de la era analógica a la digital. Sin embargo, cuando las películas se mostraron ante un público compuesto por espectadores sin ningún conocimiento técnico, el 80% dijo que la versión en material fílmico era notablemente mejor. Un día antes de esta conversación se había anunciado que en Estados Unidos no habrá ya distribución de películas en 35 mm, lo que representa una seria amenaza al patrimonio cinematográfico y marca el final de la honrosa campaña del viejo, sencillo y barato dispositivo de los Lumière que tantas satisfacciones sublimes produjo en más de un siglo. A veces uno entiende por qué Kaczynski quería matar a todos los ingenieros.