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Apuntes en viaje

Animalitos

Luego de una gran inundación vi cientos y cientos de metros de telas de araña. Parecían enormes cortinados de voile colgando de árbol a árbol durante kilómetros y kilómetros.

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De andar en la ruta lo que más me gusta es ver animalitos. | Marta Toledo

El cartel al costado de la ruta que va de Makallé a Resistencia dice “cuidado animales sueltos”. Unos metros más adelante, en la banquina, hay un enorme caballo muerto: tiene la cabeza y partes de la panza comidas por otros bichos o por la pudrición; por las dos cosas seguramente. Pienso que solo dos letras diferencian la palabra “sueltos” de “muertos”. Cuidado animales muertos. Vamos a encontrar otros a lo largo del camino. Más pequeños que el caballo. Dicen que el peor accidente con animales es con un caballo. El caballo patea y se te mete adentro. Casi nadie sobrevive a un choque con caballo. En cambio, qué pocos se molestan en dar el volantazo para esquivar a un cuis, un perro, una víbora. Vemos una moribunda coleteando sobre el asfalto caliente. Una víbora grande. Primero pienso que es una yarará pero, por los dibujos más separados, más brillantes, concluimos que debe ser una víbora de agua.

De andar en la ruta lo que más me gusta es ver animalitos. Vivos. Una vez, yendo de Santa Fe a Chaco en una arboleda vi un montón de garzas blancas. Al principio no sabía que eran garzas: veía formas parecidas a bolsas de nylon enganchadas en las copas de los árboles. Me enfurecí con la gente que tira su mugre en los caminos. Pero cuando pasamos más cerca, eso que yo creí bolsas se elevó, desplegó alas, patas, picos y se dejó caer de nuevo en el ramerío. Una espuma suave cubrió el montecito. Era un dormidero de garzas.

Otra vez vi una yacaré cruzar la ruta con su prole y perderse entre los pastos chuza del campo. Luego de una gran inundación, en la Ruta 14 vi cientos y cientos de metros de telas de araña. Parecían enormes cortinados de voile colgando de árbol a árbol durante kilómetros y kilómetros. Sus hacedoras eran bordados negros descansando o acechando presas, vaya a saber. Esta vez vi por primera vez un hurón. También cruzaba el camino meneando su cuerpo larguísimo, las patas cortas de uñas largas arando el asfalto. Aunque iba muy rápido, parecía ir en cámara lenta. Y vi otro bichito que no supe qué era. Parecía una marmota, pero no puede ser porque en el campo argentino no hay.

Los postes de luz están tomados por los loros: nidos que parecen un revoltijo de ramitas, altos como peinados extraños, alborotados como sus dueños. Siempre me dan gracia los loros, ese modo bochinchero que tienen para todo, hasta para construir sus nidos.

Solamente me da tristeza ver perros. Un perro solo caminando por la banquina. En general están flacos, con las costillas casi rasgándoles el cuero. Caminan desorientados, siempre hacia delante, buscando comida o casa. Perros que fueron arrojados de un auto, abandonados a su suerte. No entiendo a las personas que abandonan animales. No entiendo cómo hacen para dar marcha al auto y alejarse mientras el perro corre atrás, con la lengua afuera, hasta que el vehículo desaparece.

Mi tío Lolo Bertone amaba a los animales. Siempre tenía muchos perros y gatos, y aunque era un hombre muy pobre, sus bichos estaban gordos y brillantes; los cuidaba mucho. Cuando alguno enfermaba de alguna cosa que la ciencia de Lolo no podía curar, lo sacrificaba con sus propias manos. Calmaba al animal con palabras dulces, lo acunaba entre sus brazos, le pasaba una soga por el cogote y lo ahorcaba. Cuando todo el cuerpo quedaba quieto, seguía acariciándolo y acunándolo aún un rato largo. Se despedía así, para siempre. Después armaba un pucho, lo encendía, buscaba una pala y se iba para el fondo de su rancho a hacer el pozo para enterrarlo.