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Apuntes para un 8-M

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Entre los logros que se van alcanzando en la lucha inclaudicable contra las taras del machismo, hay que consignar, a mi entender, en un lugar destacado, la reciente obtención de una reformulación del concepto “sexo débil” por parte de la Real Academia Española. ¿Es un asunto menor? No es un asunto menor, para nada, en tanto se considere (con Mijaíl Bajtin) que el lenguaje es ideológico, y en tanto se considere (con Karl Marx) que la ideología predispone una determinada comprensión (o más bien, incomprensión) de la realidad objetiva del mundo.

El diccionario de la Real Academia decía insólitamente así, en la entrada “sexo débil”: “conjunto de las mujeres”. De ahora en más se aclarará que el uso de tal expresión comporta “una intención despectiva o discriminatoria” (a la definición de “sexo fuerte” como “conjunto de los hombres”, se adosará la aclaración de que se la usa “en sentido irónico”. Pero, ¿por qué irónico y no discriminatorio? ¿Por qué no las dos cosas a la vez? Las discriminaciones que el machismo prodigó han dañado también a muchos hombres, con el mandato de ser “fuertes” por ejemplo, y es raro que no se repare en este aspecto a esta altura de los acontecimientos).

En “sexo débil” se nota también el lastre conceptual del empleo de “sexo” en lugar de “género”, aunque es posible valerse del término para abordar el asunto en clave propiamente sexual: la manera en que, desde la concepción machista, se identifica penetrado con pasivo y luego pasivo con débil, en una versión más bien elemental de la sexualidad que empobrece la condición femenina pero también la masculina (porque del hombre se exige que trepe y que monte y que sea penetrante, activo y fuerte; un fordismo de catrera lo impele a cuantificar rendimientos, y pone el conteo enteramente de su lado: las “veces” son sus veces, y no las de la mujer). El corte binario, por otra parte, el corte que escinde fuerte / débil, se hace cómplice necesario de la heteronormatividad, y fabrica al instante sus respectivos estigmas: el de la machona, por un lado, y el del afeminado, por el otro, ahí donde debilidad y fortaleza no aparecen como se esperaba.

Doy en pensar que cualquier fijación de identidad y cualquier esencialización de cualidades (por ejemplo, madre; por ejemplo, víctima) son de por sí favorables a las relaciones de poder imperantes (para el caso, las del patriarcado). Y que una manera eventualmente eficaz para ponerlas en cuestión consiste en discernir posiciones de sujetos, en vez de estabilizar un régimen de definición de subjetividades consabidas (por eso es interesante lo que pasó con el diccionario de la RAE, ya que todo diccionario aspira a la estabilización de definiciones, incluso cuando atiende a las palabras en su uso).

Si lo fuerte y lo débil se entienden como posiciones de sujeto, y no como características intrínsecas (del tipo “sexo débil”, “sexo fuerte”), se abre una perspectiva dinámica y, en ella, otro modo de disputa política posible: la que permite desplazarse de lo débil a lo fuerte, o la que permite producir fortaleza en la debilidad y con la debilidad. Lo que va desde la imperiosa equiparación de remuneraciones percibidas por igual trabajo, para que ninguna mujer deba depender ya del dinero de algún hombre, hasta la consideración de que el silencio de la piropeada, pasivo sólo en apariencia, puede resultar ferozmente despectivo, humillante desde la displicencia.

Josefina Ludmer, que de débil no tenía nada, elaboró una lectura fabulosa de Sor Juana Inés de la Cruz; la llamó: “Las tretas del débil”. Me extraña que ese texto no esté más en el centro de las intervenciones actuales sobre las luchas de género. Me extraña, asimismo, que en las críticas al patriarcado no estén enteramente en consideración textos como Eva Perón de Copi, La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig, Los daños materiales de Matilde Sánchez, Black Out de María Moreno, Cómo me hice monja de César Aira, Matate amor de Ariana Harwicz, Matilde y Nina de Daniel Guebel, “Emma Zunz” y “La intrusa” de Borges… La literatura, en fin: la literatura.