COLUMNISTAS
triste final de campaa

Ausencia de grandeza

La denuncia contra un candidato y los efectos cloacales que ello generó. CFK no aporta. Y la democracia, en falta.

VERBA INFLAMADA Cristina Fernández
| Pablo Temes

La semana que culminará con las primarias abiertas se inició con una grave denuncia contra el jefe de Gabinete y precandidato a gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Aníbal Fernández. La gravedad de los hechos denunciados provocó una catarata de declaraciones que tuvieron su pico máximo con la cadena nacional 31 de Cristina Fernández de Kirchner, en veda electoral. Pero ninguno de los grandilocuentes discursos de los representantes del oficialismo se preocupó por referirse a la cuestión más destacada del episodio: la inocencia del acusado. Parece que un derecho humano esencial, proclamado en todos los Pactos de Derechos Humanos vigentes y ratificados por Argentina, el derecho al honor, ha sido confinado a las novelas de caballería y ya no importa siquiera mencionarlo.

Si bien se ensayaron justificaciones de todo tipo para defender al funcionario-candidato, tendieron mayoritariamente a desacreditar a los denunciantes, a efectuar comparaciones con los procedimientos de la dictadura militar, a buscar acusados de delitos similares, como si la suma de delitos y delincuentes fuera un eximente de responsabilidad.

Otra vez la prensa y los periodistas ocuparon el banquillo de los acusados por ejercer los derechos que los cuerpos normativos les otorgan: el deber de informar y de ejercer su oficio sin censura previa.

El lenguaje es el modo de expresión de la política. Es su instrumento de comunicación de ideas y convicciones, la principal herramienta para lograr la persuasión y la adhesión. Por tanto, nunca es inocente ni inocuo. El discurso oficial estuvo impregnado de una jerga policial que ha convertido la recta final de este tramo de la campaña en una entrega del más canallesco folletín. Pistoleros, pedófilos, narcos, mafiosos, aguantaderos, grupos de tareas y barrabravas fueron algunos de los términos usados para referirse a los episodios de la semana y a sus protagonistas, con asombrosa naturalidad. La confrontación entre los precandidatos oficialistas a la gobernación bonaerense tal vez sea la prueba más acabada de esta situación.

La calidad del debate conceptual y del comportamiento de los gobernantes no ha logrado en la Argentina alcanzar niveles aceptables para una democracia constitucional del siglo XXI, pero la caída abrupta del discurso y las conductas y la banalidad para abordar temas trascendentes del presente y de la historia han descendido a un peldaño desconocido en la etapa post dictadura.
Otro hito de la semana fue el discurso presidencial. No creo que haya en la historia de las democracias de posguerra otro ejemplo de gobernantes electos por sistemas formalmente constitucionales que se hayan animado a ensayar una justificación del nazismo ni que caigan en una cita desafortunada y errónea de una película que era una descripción desolada del final de un régimen de terror y no la exaltación de heroicidad de un genocida. O que afirmen que ninguna empresa puede sentirse ofendida o atacada por haber sido proveedora del ejército nazi o que exalte como mérito nacional la recepción de capitales vinculados a uno de los autoritarismos más sanguinarios del siglo XX. Tampoco creo que haya otras sociedades civiles que tomen como naturales declaraciones reñidas con el sistema de protección de los derechos humanos y con los principios básicos de todo Estado constitucional.
Como resultado de estos asombrosos episodios, el conflicto que quedó más evidente es que en Argentina la corrupción no es una patología sino un estado. Esto impregna conductas y discursos. A una denuncia se le responde con otra denuncia. No se defiende la inocencia del acusado sino que se imputan delitos al denunciante. La corrupción es la regla y, como establece la Constitución, es el más grave atentado al sistema democrático que se produce en la contemporaneidad.

En 1994 los constituyentes que reformaron nuestra Carta Magna incorporaron el artículo 36 como cláusula de defensa de la democracia contra futuros intentos de ruptura del orden constitucional. Adoptaron así el criterio utilizado por los constituyentes originarios al introducir el artículo 29, que sanciona el otorgamiento de la suma del poder público y que fue incorporado en 1853 para impedir que se sucediera esta práctica que impidió la organización nacional argentina y violó los derechos humanos de sus pobladores durante el régimen rosista. Con esta misma motivación, introdujeron en la última reforma una cláusula que penaliza constitucionalmente los golpes de Estado y a sus autores. En sus dos últimos párrafos la norma establece que atentará contra el sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento, quedando inhabilitado por el tiempo que las leyes determinen para ocupar cargos o empleos públicos.

La norma vigente careció de la potencia necesaria para evitar el fenómeno que intentaba controlar y extirpar. El estado de corrupción se ha consolidado y los sistemas de control se han desmantelado. Asistimos a la desmesura del poder que no acepta los límites ni los controles del Poder Judicial. La titular del Poder Ejecutivo califica a los jueces como “pistoleros o mafiosos” si se atreven a controlar la legitimidad de sus conductas y de los integrantes de su gobierno.
En una semana en la que debía celebrarse el primer peldaño electoral para elegir a los gobernantes del próximo período, asistimos a un capítulo de una vulgar saga delictiva donde los buenos aparecen ausentes o en imperceptible segundo plano.

A casi 32 años de la recuperación del orden constitucional, la consolidación del Estado de derecho en Argentina es un sueño incumplido. Si coincidimos en que una noción simple de ese concepto es la sujeción de gobernantes y gobernados al imperio de la ley, observamos cuán lejos estamos de lograr el objetivo.

Hemos alcanzado la práctica inherente a toda democracia de ejercer con la periodicidad constitucional el derecho al sufragio, pero no hemos podido consolidar un sistema de vida donde la ley se acate y su vulneración sea infrecuente y sancionada.

Candidatos salpicados por la sospecha de graves delitos ni siquiera realizan gestos para asegurar su honestidad. Funcionarios con juicios avanzados continúan en sus cargos y acompañan sonrientemente a quienes desean los sucedan.
En el cierre de campaña aparecieron graves amenazas contra los candidatos que tomaron la lucha contra el narcotráfico y la recuperación de la honestidad en la vida pública como bandera. Se informa que grupos violentos contratados pueden actuar en los distritos más peleados por los dos precandidatos bonaerenses del oficialismo.
El trágico friso en el que se sucede esta confrontación es una multitud de pobres e indigentes que no tendrán una segunda oportunidad para disfrutar de una vida con condiciones dignas para su desarrollo personal.
Si, como en las series de televisión o en las novelas por entregas, pudiéramos ponerle título al capítulo de esta semana, creo que el más adecuado sería “en ausencia de grandeza”.

*Profesor de Derecho Constitucional y Derechos Culturales.