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Bajo tierra

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Uno suponía que ya no existen los tesoros enterrados, y sin embargo llega una noticia desde El Salvador que nos hace saber que sí, que no se guardan más en cofres con candado ni se señalan en mapas en clave, pero que pese a todo, todavía existen. Hallaron en algún discreto lugar de El Salvador unos barriles enterrados, y en esos barriles unos paquetes, y en esos paquetes muchos pero muchos pero muchos dólares. ¿Cuántos dólares, exactamente? No se sabe todavía. Unas empleadas muy solícitas se ocupan ahora mismo de contar toda esa plata; usan barbijos, porque todo indica que esa plata es plata sucia, pero con paciencia de cajero de banco la cuentan y la cuentan, porque es sucia pero es plata. ¿Narcotráfico? Nadie hasta ahora ha pensado en otra cosa. Cuando el capitalismo, en vez de solaparse, se muestra en su mayor pureza, hay que pensar en el narcotráfico: el mecanismo del tráfico como tal, la pasión extendida del consumo, la acumulación material del dinero. El dinero como cosa concreta metida ahí, bajo tierra; porque no deja de ser una abstracción, y a la vez, sin embargo, se ha vuelto la cosa más concreta de todas.

Esta noticia coincide con otra, que llega desde los Estados Unidos. Llega ahora pero no es actual, viene demorada, viene con delay. Condoleezza Rice ha revelado algunos detalles sobre los reflejos defensivos del gobierno norteamericano cuando el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001. En la Casa Blanca no trepidaron en guarecerse en el búnker dispuesto para tales ocasiones, varios metros bajo tierra. Eran por cierto unos cuantos los que con apuro se apiñaron ahí, y ninguno de ellos quería morir para nada. ¿No sería ésta una prueba visible de la diferencia que existe entre la democracia igualitaria y plural estadounidense y la tiranía unipersonal que aquejaba a los pobres iraquíes? Saddam Hussein, allá en su Tikrit natal, cavó un pozo para él solo: en su fuga subterránea no quiso salvarse más que él. ¡En cambio, la democracia americana: qué apertura!

Aunque es preciso atender a un detalle que mencionó Condoleezza Rice al pasar: como en el búnker de la Casa Blanca se habían metido demasiados, empezó a faltar espacio y empezó a faltar oxígeno. Lugar para todos no había. Entonces fue que se apersonaron los agentes de seguridad y decidieron aliviar la situación deshaciéndose del lastre: que los “menos importantes” salieran del refugio. ¿Con qué criterio de democracia igualitaria y plural decidieron quién se iba y quién se quedaba? ¿Por jerarquía de cargo (Cheeney se quedó)? ¿Por escala salarial? ¿Por antigüedad en el cargo? ¿Hicieron salir a los inmigrantes y a sus descendientes? ¿O abrieron una lista de retiro voluntario?
Si todo esto nos llama la atención en este momento es porque transcurre con el telón de fondo de la larga espera de los mineros chilenos atrapados bajo tierra, encerrados en su lugar de trabajo por semanas o por meses. Se va armando entonces algo así como una serie encadenada de noticias subterráneas. ¿Me parece a mí, o cada vez más se percibe la situación de los mineros como si se tratara de una catástrofe natural? Al principio se hablaba más de posibles negligencias por parte de la empresa explotadora; de pronto, se empezó a hablar más de caprichos de la madre tierra: una piedra que se corre, un agujero que se tapa.

Esos mineros ahí atrapados revelan, bajo tierra, otra clase de verdad, más cierta que cualquier otra: la verdad de los cuerpos trajinados, del sudor de hombres reunidos, la verdad de la mugre y de la asfixia, la verdad del trabajo explotado en el hundimiento literal de los sumergidos literales. ¿Podrán devenir viejos topos, ya que habitan esos túneles y esas cuevas?

Las verdades que se ocultan bajo tierra no son secretas, son evidentes. Es la verdad del dinero como sea, la de la democracia expulsiva, la del trabajo en penuria. Si brilla bajo tierra y se ofrece como revelación, es por contraste con la farsa que impera en la superficie. Es la fórmula que hallaron y definieron los pichiciegos de la novela de Fogwill: ocultos en su pichicera, con sus “visiones de una guerra subterránea” y su astucia de comercio y conversación, embutidos en Malvinas y por debajo de los combates donde los otros morían, denunciaron, con su farsa de la verdad, la verdad de la farsa de lo que estaba aconteciendo arriba.
No es una verdad más “profunda” la que ponían en juego: es una verdad que se guarece porque sabe que va a sobrevivir, porque sabe que va a persistir cuando todo lo demás acabe.