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EL BRUTAL ATENTADO A CHARLIE HEBDO, LAS SILENCIOSAS BATALLAS DE MESSI

Bestias en ParIs, una peleita en Barcelona

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“El deber del escritor, del poeta, no es encerrarse cobardemente en un texto, un libro, una revista de los que ya nunca más saldrá, sino al contrario. Salir. Afuera. Para sacudir. Para atacar al espíritu público; si no: ¿para qué sirve? ¿Y para qué nació?”.
Antonin Artaud (1896-1948); de ‘Carta a los poderes’ (1925)

    
El humor es inteligente o no es nada: chistes baratos, burlas torpes, la risa del idiota. El fanático no se permite la duda –“La duda es la jactancia de los intelectuales”, dijo alguna vez Aldo Rico– y por eso la sátira lo enfurece, lo saca de su centro, lo corroe por dentro.
No pienso analizar la conducta de estos fanáticos fundamentalistas que, en defensa de su profeta, acribillaron a quienes trabajaban en Charlie Hebdo. No vale la pena, ni creo que tal cosa sea posible. Quien ignora la duda también ignora el sentido del diálogo, la razón ajena, el intercambio de ideas. En su mundo no existe un otro, no hay un afuera. Son ellos, con Alá de su lado, y los infieles. Nada más.

Un pensamiento extremo, cerrado, obtuso. Algo que, por desgracia, no debería sonar tan ajeno en un país donde, aún en democracia, fue imposible ver en los cines Yo te saludo María (1985), de Godard, ni La última tentación de Cristo (1988), de Scorsese; y sufrió los atentados a la embajada de Israel y la AMIA. El tiempo pasó y las cosas cambiaron, lo sé. Aunque a veces, cuando leo ciertos comentarios anónimos en internet –y otros alegremente firmados– me pregunto si de verdad crecimos, o aún podemos caer en nuestra trágica circularidad, el eterno retorno, el huevo de la serpiente bergmaniano latiendo en algún sótano, por ahí.

La libertad de expresión es lo único. Sin límites. Decirlo todo y después, hacerse cargo. No es tan fácil. De la misma manera que sólo un tipo culto como Wilde puede darse el lujo de ser frívolo, no cualquiera es capaz de manejar la ironía sin desbarrancar. Hay satíricos geniales y berretas; sutiles y obvios; transgresores creativos y provocadores de cuarta. Elijamos. Tomemos partido. Pero no hay manera de hacerlo sin libertad. ¿Entonces? Entonces tengamos en claro lo que hay que defender, muchachos.
Sea. Ya está. Mil disculpas, pero quería escribir esto. Lo tenía, ¿cómo decirlo? Atragantado. Ahora sí, a lo nuestro. El fútbol, esa moneda que gira en el aire, a lo George Raft en la primera Scarface.

Esta semana toca Messi. Messi y sus batallas, detrás de su aparente abulia. Luis Enrique no le duró ni un round.
El Barcelona es “Mes que un club”, como advierte una bandeja del Camp Nou vacío. Barcelona es Cataluña y “Catalonia is not Spain”, le cuentan al mundo sus banderas en cada partido. Hay que estar allí para enamorarse de la ciudad, de su gente, y sentir al mismo tiempo todo lo no catalán que puede sentirse quién no lo es.
A los catalanes les sobra orgullo y les falta paciencia, si algo no les gusta. En 1953, ofendidos, dejaron que el Madrid les birlara a Di Stéfano, nada menos. Le dieron salida a un Maradona de 24 años, a Romario en su mejor momento y Ronaldo, que en sólo un año hizo 62 goles en 66 partidos. No se privan de nada.

Messi es otra cosa. El argentino es un producto de La Masía. Pura catalanidad. Todo fue perfecto hasta la muerte de Tito Vilanova, el técnico que mejor supo contenerlo y comprenderlo. Fue un golpe durísimo –tanto o más que la ida de Pep– que pagó el pobre Tata Martino. Salvo milagro, no tenía chances. Era un extraño y se lo hacían notar: criticaban su corte de pelo, su remera pistacho, su barriga, su estilo bonachón. Todo. Ganó una Supercopa, mientras el Madrid se llevó la Champions y el Aleti, la Liga. Nada.    

El Barça quería mano dura y trajo a Luis Enrique, hombre de la casa, asturiano de fuerte carácter que supo jugar cinco años en el Madrid y ocho en el Barça. Ya como técnico, en la Roma, borró del equipo a Totti, il capitano. Había firmado por dos años, sólo completó uno.
Lo primero que hizo fue sobreactuar. “El líder del equipo soy yo”, alardeó. La frase no le gustó nada a Messi, pero mucho peor le cayó el despido de dos de sus mejores amigos: Cesc y Pinto. Su tenso silencio era una mala señal, todos lo sabían. La bomba estaba por explotar y explotó, luego de un buen arranque de Liga, el día de la derrota contra el Celta, de local. Fuerte discusión en el vestuario, reproches, gritos. Fin de la tregua.
El año empezó peor, con insultos cruzados entre el técnico y la superestrella en la práctica previa al partido contra Real Sociedad. En Anoeta, Luis Enrique decidió apostar fuerte y mandó al banco a Messi, Neymar y Dani Alves, por haber llegado tarde de sus licencias. ¡Más de 500 millones de euros sentados mientras el equipo perdía 1-0!

La jugada no pudo salir peor. Los castigados entraron en el complemento para apagar el incendio. Tarde. El lunes, Messi faltó al entrenamiento público de Reyes y a la entrega de regalos. Gastroenteritis, dijeron. Ja. Luis Enrique, furioso, quería sancionarlo. Lo pararon a tiempo.       
Los catalanes saben jugar en los extremos. Dan espectáculo cuando ganan y cuando deciden, cada tanto, autodestruirse. En horas, renunció Zubizarreta, el director deportivo, y el presidente Bartomeu llamó a elecciones anticipadas “para rebajar la escalada de tensión”. Increíble.
La prensa de Madrid chicanea. Jura que Abrámovich pondrá 750 millones de euros para que Messi juegue en Chelsea. Too much, aún para su chequera. ¿Qué puede pasar ahora? Dos cosas. Una, que hagan con Luis Enrique “la gran Falcioni”: una derrota y chau, que te vaya bien. La otra, que el equipo recupere la memoria y juegue como sabe y puede.  
Sea como fuere, el asturiano que se atrevió a desafiar al pequeño dios del Barça tiene los días contados. El club lo niega, claro, pero ya buscan reemplazante.
Mon Dieu. Tenía razón Carlos, el de barba, no el de patillas. La historia se repite, nomás, dos veces; una como tragedia, la otra
como farsa.