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Ensayo

Bicentenario: la historia como mentira infame

El constitucionalista José Miguel Onaindia critica en este texto la visión sesgada de la historia que domina la interpretación oficial del Bicentenario. En particular, cuestiona la extendida noción de que en el Centenario no existían las leyes sociales. Y afirma que el respeto por el relato histórico permite el pensamiento plural y es una modalidad del respeto por la diversidad cultural, que es el signo de las democracias contemporáneas.

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En la sesgada versión que de la historia el oficialismo realiza para celebrar el Bicentenario, se omitieron datos y afirmaron hechos erróneos que alteran el pasado e impiden una interpretación plural de lo sucedido en nuestra patria. Un hecho histórico puede comprenderse de diferentes formas y permite la construcción de un relato diverso. Pero la negación de un hecho, o su omisión, sólo conduce a conclusiones que deforman la memoria y sustentan un pensamiento único y pueril.

Entre los numerosos secretos y mentiras que se usaron para narrar nuestra historia, en palabras e imágenes, se afirmó que en el Centenario no existían leyes sociales. El dato es falso y omite acontecimientos que favorecen una versión parcial de la historia y simplifican su interpretación. Ello es así porque, además de desconocer cómo se gestó la organización nacional y las ideas que le dieron sustento –como por ejemplo las afirmaciones de Jean Jacques Rousseau cuando, en el Discurso sobre la desigualdad entre los hombres (1795), propuso que la igualdad no se reflejara sólo en el reconocimiento de los derechos individuales sino también en el uso y goce de la propiedad mediante una distribución igualitaria de los bienes–, niega hechos legislativos concretos que se sancionaron antes de la celebración del Centenario y el surgimiento del peronismo.

El sustento ideológico del constitucionalismo social y del pensamiento socialdemócrata que lo fundamenta estuvo presente en la Argentina desde los comienzos de la organización nacional. La constitución histórica contuvo cláusulas progresistas y anticipadas a su tiempo que permitieron el desarrollo de una profusa legislación social y de una jurisprudencia que aceptó el bien común como un límite al ejercicio de los derechos individuales, especialmente aquellos de contenido patrimonial. Los pensadores que la inspiraron dedicaron su reflexión a las cuestiones sociales. Basta recordar que Esteban Etcheverría, escritor esencial de la generación del ‘37, dio por título a una de sus obras capitales El dogma socialista.

En el texto de nuestra carta originaria encontramos la base normativa de estas medidas y de una concepción del rol del Estado mucho más activa que la del “estado gendarme”, en boga en esa época. No puedo dejar de señalar el texto del entonces artículo 67 inc. 18, denominada cláusula de la “prosperidad o del progreso”, cuya redacción ha quedado intacta luego de la reforma de 1994. Esta cláusula contiene una serie de actividades que el Estado nacional debe impulsar y que son concurrentes con las provincias, puesto que pueden complementarlas dentro de sus territorios. Quedan incluidas en este inciso una cantidad de normas que importan al cumplimiento del bien común y la actuación del Estado en todos los ámbitos que justifican su existencia. Estos objetivos están íntimamente relacionados con los fines del Estado enunciados en el preámbulo de nuestro texto constitucional.

En base al contenido de este inciso, que ordena al Congreso de la Nación proveer lo conducente “...al progreso de la ilustración, dictando planes de instrucción general y universitaria”, la Argentina, con el liderazgo de Sarmiento, instrumentó su arma más revolucionaria y transformadora: el sistema de enseñanza pública. La ley 1.420 que impuso el carácter gratuito, laico y obligatorio del sistema educativo y las normas, instituciones y actos que lo complementaron, permitieron que nuestro país creara el instrumento que le daría personalidad única en la comunidad internacional y le permitiría combatir con éxito la pobreza y la inequidad social.

No es honesto obviar este sistema en un análisis de la evolución social en nuestro país, porque la reducción del analfabetismo, la movilidad social que implicó, y la integración del inmigrante y los nativos derivada de su aplicación, fueron las bases indispensables para el dictado de la legislación social y el progreso de la jurisprudencia desde comienzos del siglo XX. Como tampoco puede obviarse, por su impacto en la organización plural de la sociedad, la sanción de la ley de matrimonio civil (ley 2.393) que quitó a la Iglesia Católica el registro de los matrimonios y creó una institución que permitió el derecho a casarse y formar una familia a las personas de diversos credos o que no profesaran religión alguna, anticipo del matrimonio igualitario recientemente sancionado.

Antes de la inclusión de las cláusulas sociales en el texto constitucional, que se produce en la reforma de 1949, nuestro país desarrolló una legislación social que en algunos casos (accidentes de trabajo, jornada laboral, indemnización por despido arbitrario) tuvo vigencia por varias décadas. Si fijamos el punto de partida de esta legislación protectoria del trabajo en relación de dependencia en 1905, con el dictado de la ley de “descanso hebdomadario” –dominical– (ley 4.611), iniciativa del diputado socialista Alfredo Palacios, advertimos que nuestro país se adelantó en esta materia a muchas naciones, y permitió la adecuación del estado de derecho a los requerimientos sociales y a las más avanzadas ideas que los grupos inmigrantes trajeron a nuestro país. Socialistas, anarquistas, radicales, demo-progresistas, feministas y otros grupos políticos desplegaron su acción para lograr que el Estado atendiera sus requerimientos. En este punto creo que es justo destacar nuevamente la flexibilidad del texto de 1853-60, que a través de cláusulas concretas y del espíritu que la inspiraba, cobijó sin grandes conflictos jurídicos este desarrollo, pues su propia normativa (art. 33) consagraba los derechos implícitos “…pero que nacen del principio de soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”.

Para la celebración del Centenario también se había sancionado la ley 5.291, que regulaba el trabajo de mujeres y niños, luego reformada por la ley 11.317 de 1924, y se había creado un Departamento Nacional del Trabajo para que desde la administración se atendieran los problemas surgidos del trabajo, definitivamente consolidado en 1912. En 1904 fue enviado al Congreso nacional el primer proyecto de Código de Trabajo que se redactó en nuestro país y cuyo autor fue Joaquín V. González. Luego, sólo durante el gobierno de Arturo Illia, se elaboró otro proyecto integral pero tampoco obtuvo tratamiento parlamentario, pese a que el art. 14 bis ordenó el dictado del Código de Trabajo y Seguridad Social entre los códigos de fondo, aún carente de sanción y de proyecto en estudio.

Tampoco estuvo ausente la legislación en materia de seguridad social, porque en 1886 se sanciona la ley 1.909 que instaura una jubilación para maestros, en 1887 con la ley 2.219 se instituye un régimen para el personal de la Administración Pública y en 1904 mediante la ley 4.349 se crea la Caja Nacional de Jubilaciones para Funcionarios, Empleados y Agentes Civiles de la Administración. La conciencia de lo imperioso de cubrir las necesidades de quienes debían, por razones de edad, dejar sus trabajos, estuvo presente aunque su universalización llegara décadas más tarde.

Si pensamos en los derechos culturales, la ley 4.195 de 1903 estableció la abolición de la censura teatral, hecho paradojal porque a partir del primer golpe de estado de 1930 y, con especial énfasis, a partir del golpe de 1943, se consolida un sistema de censura de publicaciones y espectáculos cuya descripción constituye una elíptica narración del autoritarismo en Argentina.

Pero no son sólo leyes sino también la jurisprudencia la que da cuenta de esta evolución, pues reconoció la constitucionalidad de normas restrictivas del derecho de propiedad y limitó su ejercicio por razones de interés público. La Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró la constitucionalidad de la ley 11.157, que congeló los alquileres de inmuebles urbanos destinadas a vivienda, comercio o industria, porque interpretó que ,tratándose del interés de la mayoría de la población, “…no son solamente condiciones de humanidad y de justicia social las que reclaman su intervención, sino también su interés directo, ya que es elemental que una situación afligente del mayor número tiene que repercutir desfavorablemente sobre la economía general, dada la vinculación lógica de todos los intereses materiales” (caso “Ercolano” del 28 de abril de 1922).

La existencia de estas leyes y criterios jurisprudenciales constituyen un hecho innegable. Su interpretación puede ser múltiple y la admisión de su existencia no implica –como en mi valoración personal– realizar un panegírico o siquiera una adhesión a ese período histórico, pero la omisión de esos actos constituye una deformación del pasado de gravedad institucional porque viola derechos humanos fundamentales, como el derecho de aprender y pensar sin interpretaciones elaboradas e impuestas por quienes detentan el poder del estado.

En 1962 el director William Wyler llevó por segunda vez al cine la adaptación de una pieza teatral de Lilian Hellman (The children’s hour), cuya traducción a nuestro idioma –arbitraria en lo literal pero certera en lo sustancial– fue La mentira infame. El filme narra la historia de la destrucción de dos honestas docentes y su proyecto pedagógico por la mentira de una alumna resentida. El drama individual que produce la deformación de la realidad es asimilable con consecuencias más graves en una comunidad. Cuando las máximas autoridades del país y quienes colaboran en su reconstrucción del pasado desconocen y esconden hechos sucedidos, sea por ignorancia o por decisión deliberada, también incurren en una mentira infame (“que carece de honra”, según el diccionario) por sus efectos. El respeto del relato histórico es una modalidad del respeto por la diversidad cultural, que es el signo de las democracias contemporáneas. Su negación, la imposiblidad de un pensamiento plural y complejo. Los resultados ya los conocemos. Como afirmó Albert Camus, “cuando la inteligencia se apaga, comienza la noche de las dictaduras”.


*Constitucionalista. Presidente de la Fundación Internacional Argentina.