COLUMNISTAS
cuentos

Bizzio y el arte de narrar

Paso flotando por Avenida Callao y antes de Santa Fe me detengo ante el paraíso de las tentaciones.

default
default | CEDOC

Paso flotando por Avenida Callao y antes de Santa Fe me detengo ante el paraíso de las tentaciones. No se trata de aquel que prometen los primos islámicos con sus jardines repletos de huríes destinadas al reposo del guerrero, ¿y quién no lo es al enfrentar las pruebas de esta vida? (Nota: aunque el agnóstico de Zizek asegure que al rastrear la palabra “hurí” se llega etimológicamente a “pasa de uva seca”, yo sigo creyendo que las huríes son mujeres eternamente bellas y no frutas secadas al tiempo y al sol). No: se trata de la librería Guadalquivir.

La vidriera central está ocupada por maravillosas obras de filosofía, antropología, sociología, historia de las religiones, por completo ajenas a mi capacidad. Pero la sola lectura de sus títulos permite soñar con orbes de conocimiento que tal vez me serán asequibles en otra reencarnación. Paso a contemplar el espacio lateral, donde se distribuyen, sin apiñarse, los títulos de literatura. Son, en su mayoría, libros importados, bien editados, de tapas atractivas, libros de autores que conozco y desconozco, que leí y olvidé o recuerdo, que he de leer o que nunca leeré. Pero la tentación sigue ahí, flamea en esas quietas páginas que me llaman. Un rápido conteo de la cantidad de ejemplares distribuidos me lleva a pensar que, de no tener que pagar el  agua, la luz, el gas, el teléfono, el celular, el impuesto inmobiliario, la AGIP, la AFIP, ganancias, rentas, prepaga, monotributo, contador, SUBE, alimentos, cuota alimentaria, ropa (no compro), de contar con el dinero que gano mensualmente  libre de gasto y deducción, tampoco me alcanzaría para comprar todos los libros que ahí se ofrecen. Puedo pensar, si quiero, que el goce supremo no se consuma en la obscena posesión sino en la reticencia, en la retención y la espera. Al mismo tiempo, ¿qué mejor que vencer los límites y derrocharse en el exceso, entrar a saco, gritando: “Me llevo todo”. Me acuerdo que una vez, parados frente a la vidriera de una rotisería donde hileras de pollos al spiedo se bamboleaban (como huríes) al fuego de su rostización, un amigo, hipnotizado por el espectáculo, comentó: “Qué violencia”. Sí, claro. Violencia es lo que llama al deseo cuando las posibilidades materiales impiden la posesión del objeto que lo despertó.

Por suerte, para compensar mi panorama de abstinencia, llevo un talismán curativo bajo el brazo (un libro argentino en el que me concentré durante el viaje de regreso) y apenas vuelvo a casa tocan el timbre y un motoquero me entrega un envío editorial, un pequeño dichoso nuevo libro de Sergio Bizzio: La conquista, Iris y Construcción. (Un rato más tarde, me llega uno más pequeño aún, del mismo autor: La pirámide, que regalé de inmediato a Luis Chitarroni. Así que solo hablaré del primero).

Con Bizzio nos conocemos desde hace la suficiente cantidad de años como para no tener que fingir que nuestros respectivos libros nos gustan o interesan de la misma manera, y podemos pasar serenamente de vernos seguido y de comentar lo publicado con aspavientos de mutua admiración, de falsos éxtasis. De los suyos, me gustan sobre todo Infierno Albino (que, curiosamente, no figura en la solapa biográfica), Era el cielo y Borgestein; su hit Rabia está muy pero muy bien, por supuesto (no hay libro de Bizzio que esté por debajo de algo muy pero muy bien, cualquier maestra coincidiría conmigo en ponerle un distinguido o un sobresaliente), no obstante, creo que con estos tres cuentos extensos o breves relatos o arramacimadas nouvelles Bizzio ingresa en una nueva zona propia de impecable perfección.

La parva de crédulos que creen que el arte de narrar es una tarea de orfebres que se ocupan del cincelado del espacio entre lo dicho y lo no dicho (los seguidores del estólido Hemingway, básicamente) podrían asomarse a la lectura de estos textos –sobre todo los primeros dos, que aprovechan a pleno las lecciones de Kafka– para averiguar cómo Bizzio se las arregla para plantearse y resolver problemas complejos (la identidad cambiante, el tiempo y sus reversiones, la materialidad del espacio, por ejemplo) como si estuviera contando un cuento y nada más.