COLUMNISTAS
el valijagate y el relato antiimperialista oficial

Braden o Cristina

Evo Morales echó al embajador de los Estados Unidos en La Paz, Philip Goldberg: lo acusó de estimular los violentos conflictos cuasi secesionistas en su país. Hugo Chávez echó al embajador nortemericano en Caracas. La respuesta de Washington tardó lo que un suspiro en llegar.

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Evo Morales echó al embajador de los Estados Unidos en La Paz, Philip Goldberg: lo acusó de estimular los violentos conflictos cuasi secesionistas en su país.

Hugo Chávez echó al embajador nortemericano en Caracas, Patrick Duddy: lo hizo en solidaridad con Evo y acusando a la administración Bush, una vez más, de haber puesto en marcha un plan golpista en su contra con magnicidio incluido.

La respuesta de Washington tardó lo que un suspiro en llegar: echó a los embajadores de Bolivia y Venezuela, Gustavo Guzmán y Bernardo Alvarez Herrera.

La Cancillería argentina elevó su queja al gobierno estadounidense porque consideró que el juicio por el Valijagate en Miami está montado sobre una “operación política” que “afecta las relaciones maduras que deben existir entre Estados”. Los ministros Florencio Randazzo y Aníbal Fernández le hicieron el coro mediático a su colega Jorge Taiana y denunciaron que el FBI montó un show antiargentino.

Esta vez, Cristina ni habló sobre el asunto. Tampoco lo hizo la Casa Blanca. Y su embajador en Buenos Aires, Earl Anthony Wayne, ya no sabe qué hacer para que le crean que “en los Estados Unidos hay independencia de poderes” y que su tarea no es otra que hacerse cada día más amigo de la Casa Rosada, donde cae de visita cada dos por tres.

Evo, Don Hugo y la Señora ocuparán el centro de la escena mañana, en Chile, confiados en que el resto de los presidentes sudamericanos, convocados de urgencia para analizar la crisis boliviana (al cierre de esta edición ya se había cobrado un mínimo de 16 muertos), se sumarán, de alguna manera, a la catarsis antiimperialista que los tres necesitan para asegurarse el control de sus frentes internos.

Sin entrar en complicados análisis geopolíticos, digamos que la actitud antiyanqui del kirchnerismo es, de las tres, la más endeble, sospechosa y difícil de explicar. En la Argentina no hay ningún conato de guerra civil, ni motivos aunque sea ideológicos para temer una invasión de los marines, ni posibilidad alguna de dejar sin gas o sin petróleo a nadie. Sólo estamos hablando de una valija llena de dólares que una madrugada llegó desde Caracas, en un vuelo organizado por funcionarios argentinos y con el cada día menos supuesto fin de abastecer las arcas preelectorales de la propia Cristina, fuera de la ley.

Lejos de explicar los hechos y empecinado como está en “construir el relato” de lo que en general no es, nuestra Presidenta y sus muchachos eligieron apostar a lo que haya quedado de la disyuntiva “Braden o Perón” en la memoria histórica de los argentinos.

Para quienes no saben de qué se trata o lo fueron olvidando: Spruille Braden se llamaba el embajador estadounidense en Buenos Aires allá por 1946, cuando Juan Domingo Perón se presentó por primera vez a elecciones. Gracias a los informes de Braden, el Departamento de Estado incorporó a Perón en su lista negra de adoradores del nazismo y el aún coronel supo aprovechar aquella manifiesta enemistad en un definitorio discurso de campaña: “En poco tiempo, el pueblo deberá elegir entre Braden o Perón”. En un impresionante golpe de marketing, las paredes de los suburbios fueron invadidas por esa consigna, escrita con pedazos de carbón. Y, en una elección limpia, Perón empezó a ser Perón.

Con su particular adicción al uso del pasado, los Kirchner intentan hoy salir del paso intentando establecer que la historia se repite, aunque sea como comedia (Cristina K & Karl Marx dixit), pero siempre a favor de las razones del matrimonio presidencial.

Algo no cierra, de todos modos. Nadie entiende por qué Claudio Uberti (el funcionario que subió a Antonini al avión de la discordia, fue cesanteado por eso y, según el propio Antonini, era el verdadero portador de la valija) no usa los mismos argumentos para su defensa judicial en la Argentina. Sus abogados deslizan que, en realidad, Antonini Wilson llevaba esos dólares para un tal vez oscuro negocio en el Uruguay, versión que pinta al voluminoso venezolano más como mercachifle que como un agente del FBI cuya misión era hacerle una cama a los Kirchner, acaso para entorpecer sus buenas relaciones con el socialismo bolivariano de Hugo Chávez.

Hoy, Uberti, que siempre actuó como recaudador en las campañas, trabaja para el empresario Lázaro Báez, socio de Néstor Kirchner en sus emprendimientos inmobiliarios, con un sueldo de 20 mil pesos mensuales. En resumen: ni fue echado del todo ni está tan lejos de la pingüinera, donde tranquilamente podrían ordenarle que argumente su estrategia judicial a tono con las denuncias de complot repetidas como loros por los moradores de Balcarce 50.

En cualquier momento de esta semana, Antonini Wilson declarará en la Corte de Miami como testigo estrella del fiscal Thomas Mulvihill. Lo más probable es que empiece a hacerlo el viernes y que su testimonio se prolongue por lo menos hasta el martes 23, con Cristina Kirchner ya instalada en territorio norteamericano: para ese mismo día está previsto el arranque de la 60ª Asamblea General de la ONU. Fuentes de la Cancillería aseguran que, en su discurso, la Presidenta volverá a incluir “el firme reclamo de colaboración por parte de Irán con la Justicia argentina por el caso AMIA”. Eso caerá muy bien en Washington y muy mal en Caracas, curiosamente.

El prestigioso semiólogo español Jesús González Requena, experto en la construcción del relato cinematográfico, sostiene que “hay un prejuicio muy resistente en nuestra cultura, un tópico estético y también político: los finales felices son reaccionarios y los finales tristes, progresistas”. En la Argentina tenemos un gobierno que se jura progresista y hasta de izquierda, si lo apuran. La gran incógnita es si le dará el cuero para darle un final feliz a su película.