COLUMNISTAS
VIOLENCIA ANTIDEMOCRATICA

Cadena de la buena onda

La inseguridad y sus efectos empujan a la sociedad a un abismo. El Gobierno no se hace cargo y disimula mal.

Miedo
| Dibujo: Diego Temes

Venía gente de todos lados a golpear al chico. Pasaban autos, taxis, motos. Se bajaban y le pegaban, lo pateaban, lo escupían. Todos los vecinos mirábamos. Algunos se acercaban y pedían que no le pegaran más. Pero muchos estaban desencajados, no hacían caso”.

He leído este testimonio una docena de veces. Y me he detenido, obsesivamente, en la foto que acompaña la crónica: se ve al joven de 18 años tirado boca arriba sobre el asfalto, con el cuerpo magullado por la paliza. Hay manchas de sangre impregnadas en el buzo blanco que cubre parte de su torso y también sobre el asfalto. A unos treinta centímetros del cuerpo de David Moreyra ha quedado, erguida, la moto en la que viajaba cuando, según los testigos, trató de arrebatarle el bolso a una vecina que se dirigía hacia su trabajo.

Fueron –de acuerdo con varios relatos– apenas unos minutos de furia. Hombres, mujeres y hasta niños, unas cincuenta personas en estado de cólera, dándole como para que tenga. Pasaban y le daban. Con los puños o con lo que tuvieran a mano.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Más tarde los vecinos contarían que están hartos de los robos, de los motochorros y las salideras. De vivir con miedo. Y que habían jurado que la próxima vez que alguien los jodiera, el tipo no se saldría con la suya. El sábado de la semana pasada cumplieron con su promesa. Moreyra murió, como consecuencia de la paliza recibida, tres días después en un hospital de la zona.

“Entiendo la situación de violencia que vivimos, pero tampoco puede ser que agarren a cualquiera y lo maten como a un animal”, se quejó entre llantos el padre del pibe apenas le dieron la noticia. Jura que su hijo era un simple albañil que se dirigía hacia su empleo, como lo hacía cada mañana, junto a un compañero de la obra que alcanzó a huir cuando la horda se les fue encima.

Sucedió en un barrio de clase media: Azcuénaga. En Rosario, Santa Fe, Argentina.

¿Hubo arrebato o no? ¿Morey-ra era un ladrón o un albañil? ¿Cuál es la verdad?

A esta altura, poco importa. El país se asoma a un abismo desde el cual no se divisan sutilezas. La sangre corre al ritmo de las estadísticas. Tampoco importa el sector social al que pertenecen las víctimas. Porque nadie está a salvo. Ni los ricos ni los pobres. La intendenta de Rosario, Mónica Fein, brindó hace pocos días datos contundentes: el 65% de las víctimas de los homicidios que se produjeron en su ciudad durante este año no terminaron los estudios secundarios, más de la mitad estaban desocupados o en economía informal y el 40% tenía entre 15 y 24 años. La ciudad va en camino a superar en 2014 el récord de 256 asesinatos de 2013. En los primeros meses de este año lleva más de un homicidio por día.

El linchamiento es la consagración de la impunidad, del prejuicio colectivo, y la admisión más horrible del fracaso del Estado. El ajusticiamiento colectivo representa el final de la república, del Estado de derecho. Es la consagración del bestialismo.

Resulta curioso que este descenso a los infiernos rosarinos se haya producido justo en la semana en que se conmemoró un nuevo aniversario del golpe de Estado más sangriento de la historia argentina. Treinta y ocho años después de aquel nefasto 24 de marzo de 1976, la democracia renguea de la que fue su pata más firme. Se supone que recordamos para no repetir, para no volver a equivocarnos y para que aquellos que nos empujaron hacia el subsuelo de la condición humana aprendan la lección. Pero, sobre todo, recordamos para avanzar. Ese es el verdadero sentido de no olvidar. O debería serlo.

Conviene mirar otra vez hacia el barrio Azcuénaga. Porque, además, los vecinos formaron una especie de escuadrón antidelito integrado por jóvenes desocupados. “La gente nos llama porque        se siente insegura y para evitar arrebatos como el de la semana pasada. Pero no creo que hayan querido matar al pibe. Quizá se les fue la mano, ¿no?”, declaró uno de los integrantes de la patrulla barrial. ¿Estamos ante el nacimiento de escuadrones de la muerte? ¿Quién frenará este delirio?

El día anterior a que se informara sobre la muerte de Moreyra, en una extraña conferencia de prensa, el jefe de la barra brava de Independiente, Pablo “Bebote” Alvarez, había anunciado su intención de postularse como presidente del club de Avellaneda. Lo hizo munido de un casco de acero (para “preservar la identidad”) y rodeado de una vasta custodia que se desplazaba, con absoluta libertad, en camionetas, autos y motocicletas. La impunidad en el fútbol ya es un clásico.

Ese mismo día, las organizaciones sindicales opositoras anunciaban la fecha del paro general de actividades para el 10 de abril.

El jueves 27, cuando la presidenta de la Nación habló por cadena nacional, se cumplían además 17 días de la huelga docente en la provincia de Buenos Aires, donde 3,2 millones de chicos no habían podido aún iniciar el ciclo lectivo.

Cualquiera de los acontecimientos descriptos arriba merecía una buena explicación desde el máximo poder del Estado. En circunstancias similares, seguramente Michelle Bachelet, Pepe Mujica o Dilma Rousseff hubieran convocado a la opinión pública para anunciar medidas concretas o, al menos, para intentar una explicación razonable. Sobran los ejemplos. Sin embargo, Cristina Fernández de Kirchner volvió a repetir su conocida fórmula de la buena onda. Convencida de que las cosas malas no suceden si no se las difunde, la Presidenta aprovechó la ocasión para explicar las bondades del alfajor Fantoche (un invento tan argentino como el dulce de leche, la birome y el colectivo) y para despuntar curiosos argumentos en pos de edulcorar los aumentos de tarifas que habían anunciado unas horas antes los ministros De Vido y Kicillof.

A finales de los 80, cuando el país se desbarrancaba por la pendiente de la hiperinflación, el humorista Raúl Portal –seguramente alentado por estrategas comunicacionales del momento– conducía el programa Noti Dormi, una especie de abuelo presuntamente apolítico de 6,7,8. Se emitía también por la televisión pública, entonces ATC. La idea era que, cambiando el humor social, se podía modificar la cruel realidad que estaba atormentando al primer gobierno de la democracia. Uno de sus jingles decía: “No te duermas/ ¡Que todo va a mejorar!/ Con mucho, mucho optimismo/ ¡Y abajo el caraculismo!”.

La inflación de julio de 1989 llegó al 196%.