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RESPONSABILIDADES COLECTIVAS

Cambio climático, cambio social

El cambio climático, una amenaza a la supervivencia de la vida en la Tierra, se instala crecientemente en la agenda del mundo.

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El cambio climático, una amenaza a la supervivencia de la vida en la Tierra, se instala crecientemente en la agenda del mundo. Hay varios ejes en debate: ¿es cierto o no tan cierto?, ¿qué puede hacerse?, ¿quién debe hacerlo? Año tras años los gobiernos discuten sin llegar a acuerdos mientras los científicos producen datos y la gente elucubra sus pensamientos. Ultimamente, hasta los datos científicos entraron en un cono de dudas. No hay acuerdos porque prevalece una lógica colectiva que la economía explica bien: hay menos incentivos para ocuparse del futuro que para ocuparse del presente.

El tema de la sustentabilidad de la vida en el planeta no es nuevo. Generalmente aparece por olas, las cuales tienden a asociarse a visiones que desconfían del progreso técnico, del desarrollo económico y del consumo masivo. En todas las épocas hay quienes ven un sino inexorable que parece enfrentar a las sociedades humanas con la naturaleza; pero la evidencia al respecto nunca es del todo persuasiva. Hace dos siglos Malthus alertó sobre la catástrofe demográfica. La esperanza de vida aumentaba, la tasa de natalidad comenzaba a descender, lo que siguió ocurriendo en forma acelerada hasta nuestros días; a la vez, el progreso de las ciencias disminuía enormemente la incidencia de las pestes en la mortalidad de las poblaciones, y el cambio cultural inoculaba en muchas sociedades lo que alguien llamó “la nueva manía” de preferir la paz a la guerra. Malthus no alcanzó a advertir que esas mismas fuerzas del progreso aumentarían la productividad del trabajo y el capital en forma exponencial. Hace treinta años apareció la ola del “crecimiento cero”, pregonando políticas para detener el flujo de inversiones, precisamente cuando comenzaba la más extraordinaria revolución verde que conoció la humanidad, transformando la productividad del suelo e iniciando una nueva era de cambio técnico. No sabemos cómo seguirá esa escalada en la presente ola de clamor por políticas públicas amigables con el medio ambiente y con el clima.

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Por esa lógica algo perversa –el presente vale más que el futuro para quienes viven el presente–, los gobiernos no actúan. Tal vez en muchos casos están influidos por intereses económicos de corto plazo; sin duda están igualmente influidos por su temor a afectar el bienestar de sus votantes, mientras temen muy poco a los votantes de los futuros gobiernos. Estos factores responden también a otras lógicas que están en la raíz de las democracias modernas: ningún gobierno actúa aislado de fuerzas económicas y de demandas sociales.

En resumen, muchos piensan que el cambio social –esa fuerza que lleva a las sociedades a modificar continuamente su estructura y su cultura, que lleva a los sistemas económicos a transformarse incesantemente en busca de mayores niveles de productividad y a las sociedades a buscar mayor bienestar y progreso material– está en permanente tensión con el equilibrio del sistema natural. Cuanto más cercanos al estado de naturaleza, tanto más los seres humanos nos integramos al orden natural y tanto menos la vida en este mundo parece interesante; y a la inversa. Así lo ven muchos pensadores de la sociedad: esto que la especie humana ha construido en el planeta Tierra, el “sistema social”, es visto no como una parte intrínseca de la naturaleza sino como un engendro que cobró autonomía y se vuelve en contra de sus raíces primigenias. Si las sociedades, en su devenir, terminan destruyendo más de lo que construyen, tarde o temprano el mundo social se acabará.

El problema es que no resulta fácil decidir colectivamente qué hacer al respecto. Algo está claro: individualmente, muchas personas y organizaciones prefieren ignorar las luces de alerta. La responsabilidad pasa entonces a los gobiernos y los hacedores de decisiones colectivas. Estos no se ponen de acuerdo. En el mundo hay un desbalance mayúsculo entre los países más ricos, que son los mayores generadores de emisiones de gases que calientan la tierra, y los países más pobres o en desarrollo, que son quienes sufren las consecuencias.

Más allá de que hay mucho fanatismo y oídos sordos de ambos lados de los debates centrales, lo cierto es que no sabemos dónde está la mayor cuota de razón. La disyuntiva sobre qué hacer sigue abierta. Pero como el dilema no es un juego sino una decisión que involucra el destino del planeta, el sentido común sugiere algunas líneas: tal vez, si no hacemos nada, finalmente no pase nada; pero como también es posible que algo catastrófico termine pasando, mejor es que hagamos algo. Eso que hagamos involucrará algunos costos, algunos sacrificios; computémoslo como el costo de un seguro ante siniestros inciertos. Y, a cambio, por ese camino tal vez la humanidad avance más rápidamente hacia la invención de nuevas tecnologías productivas más amigables con la naturaleza.

Es también dar una oportunidad al punto de vista optimista, el que confía en que las sociedades humanas –el “sistema social”– pueden tender, a la larga, a la convivencia pacífica con el “sistema natural” del que surgieron para adquirir su vida propia y aprender a destruirlo. Para aprender a querer al sistema natural hay que empezar por sentirse parte de él.


*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.