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Caminata y novelas

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Desde hace unos seis meses, camino casi diariamente por Scalabrini Ortiz entre Corrientes y Córdoba, y voy viendo, semana a semana a semana, negocios que cierran, persianas que bajan, carteles de “En venta” o “En alquiler”, especie de botellas al mar que nunca llegarán a destino. Zona de pequeños comercios textiles, de lanerías y ropa pre-globalización, supongo que los nuevos quebrados y desocupados estarán alegres de que, su inmolación, al menos sirvió para algo: para que no lleguemos a ser Venezuela. Qué curiosa es la política de hoy en día: parece que el futuro consiste en haber evitado ser algo en el pasado. Por mi parte, veo esa escena urbana, en ese barrio, y también en muchos otros (como las familias que ahora están viviendo en carpas en Santos Dumont y Álvarez Tomas, etc., etc., etc.: ¿por qué me dio temor nombrar la dirección exacta? ¿Por miedo a qué lean esto y manden a la policía hoy mismo a echarlos, a reprimirlos? ¿Por la certeza de que TN llamaría a esa situación “incidentes”?); veo esa escena y decenas más como esa, todos los días, todos los días y cada día más, y cuando llego a casa, me pongo a leer sobre la revolución. ¿Por qué será?

Pienso hoy en la llamada “novela de la revolución”, en México. Están algo olvidadas, y efectivamente muchas de ellas son maniqueas, escritas en un realismo torpe, carente hoy de interés. Sin embargo, en sus pliegues, hay más de una obra maestra. Obviamente, Cartucho, de Nellie Campobello, sobre la que ya he escrito varias veces en este diario, cuyo ejemplar en papel espero que al menos sirva para, una vez prendido, calentar las noches de esas familias. Organizada a base de relatos breves, de una poesía violenta sin igual, Cartucho va más allá de ser una ficción sobre los hechos revolucionarios entre 1916 y 1920 en Chihuahua: es uno de los más grandes libros de la historia de la literatura mexicana.
 
Rafael F. Muñoz es muy conocido por ¡Vámonos con Pancho Villa!, de 1931, gran novela, que incluso puede leerse como un libro de aventuras. Pero mi favorito, como suele sucederme, es un libro secundario, algo desdeñado, pero igualmente notable: Se llevaron el cañón para Bachimba. Publicado en un tardío 1941 en Espasa-Calpe, en Buenos Aires, lo tengo una bonita edición mexicana de Era (en coedición con Conaculta). Ambientada hacia 1912 –durante el levantamiento de Orozco, en el norte de México-, la novela narra la historia de un muchacho de 14 años, abandonado por su padre, que se une a las tropas revolucionarias. Carente, tal vez, del talento de Campobello –capaz de unir, como nadie, las microhistorias cotidianas con los grandes vientos de la época- Muñoz lejos está de ser uno de esos escritores de resultados voluntariosos, como el propio Azuela, el creador del género, más allá del cariño que puedo tenerle a Los de abajo.  En un tiempo tan intenso como breve, el héroe de Muñoz crece y aprende de golpe cómo es el mundo. Finalmente Se llevaron… funciona como una novela de aprendizaje. ¿De qué? De la posibilidad de tomar el destino en mano.

Cada época inventa nuevas palabras y borra otras de la memoria. Nosotros todavía no hemos sabido inventar nuevos términos de acción y esperanza. Pero sabemos cuáles tienden a desaparecer: justicia, libertad, derechos, equidad, pensamiento crítico. Volver a nombrarlos no es poco.