COLUMNISTAS
del hombre al mito

Canto de amor en la noche

No estoy tratando de explicar nada, sino más bien queriendo mostrar la medida de mi estupor ante esa figura que va entrando en el mito y que por lo tanto, se va haciendo cada vez más compleja.

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No estoy tratando de explicar nada, sino más bien queriendo mostrar la medida de mi estupor ante esa figura que va entrando en el mito y que por lo tanto, se va haciendo cada vez más compleja. Porque Roberto Sánchez es un hombre así llamado, un paciente que recibió un doble trasplante y acerca de quien los médicos daban cada tanto un informe: “el señor Roberto Sánchez se encuentra estable, etc.”. Y debe haberlo sido para trámites burocráticos como casarse, obtener el pasaporte o el DNI, pagar sus impuestos y demás. Pero Sandro, que es Roberto Sánchez, es definitivamente otro. Es un pasado de gitanería y misterio, de otra manera de vivir y de relacionarse con el mundo, de nomadismo, persecución y vaticinio. Es un Sandro que no pudo serlo y debió dejarse estar en Sandro, más otros atributos como su voz, su cara y sus gestos, las rosas rojas, una corte de adoradoras casi sacerdotisas que lo amaron, plañeron su dolor ante el anuncio de su muerte y lo lloran en la ausencia jurando que no se ha ido del todo puesto que ellas están aquí para sujetarlo a la vida.

A eso se va agregando poco a poco lo que no se inventa ni se programa, esa actividad creadora de conocimiento que proyecta y construye una verdad que no es accidental sino necesaria. Que, nos dicen, fue un hombre generoso, fue un tipo modesto. Las dos cosas quieren decir que fue solidario sin elocuencia, que dio cuando otros precisaban, que estuvo cuando hacía falta una presencia. Que, tal vez podría decirse, todo fue canción, empezando por la palabra y terminando por los actos humildes, sin repercusión.

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Todo eso va configurando un personaje que es algo más que un cantor de voz dulce, pero vigorosa y eficaz, que habló en música del amor, el abandono, el olvido, la resignación, la plegaria, la exaltación.

Sandro entonces, su muerte, el personaje que fue desde que ese Roberto que había sido y que empezó luciendo en escenarios y pantallas las insignias de la gitanería distante y atractiva hasta ser aquel por quien oraban las mujeres fuera del sanatorio mendocino, Sandro invade nuestras vidas desde la televisión, la radio y los diarios, y nos preguntamos, yo por lo menos me lo pregunto, qué fue lo que su presencia, voz y presencia, porte, facha de “aquí estoy yo y te amo”, qué fue lo que todo eso vestido de negro y manos aferrando el micrófono, qué fue lo que tocó en las sacerdotisas que interrogaban al oráculo y rezaban por él a sus dioses, las que sentían resonar sus canciones y tenían así la seguridad de que las deidades de la tierra y los cielos las iban a respaldar, las que sienten, hoy, que está vivo porque ellas así lo necesitan.

No lo sé. Sé que ellas querían que viviera y espantaban a la muerte con sus ruegos, alabanzas y juramentos. “Fuerza, gitano”, no dejaron de implorar. El tenía que luchar y luchó, si hay algo de cierto y seguro es eso, que peleó por su vida una batalla perdida desde el vamos. No sólo los ángeles estaban de su lado: todo lo estaba, ellas, el mundo, el buen doctor que les decía que todo andaba bien, la naturaleza sonriente del verano, los ejercicios en la cama, la comida, las ganas de seguir cantando porque ah, sí, sí, claro que él seguiría cantando para ellas y ya podía el universo moverse hacia el infinito mientras la voz las envolviera.

Algo muy poderoso las sostuvo y las movía hasta asegurarles que todo iba a andar bien, que iba a vivir, que iba a volver a cantar y que las rosas rojas iban a seguir tapizando el camino de su vida.

¿Cómo no creerles? Y al mismo tiempo, ¿cómo no preguntarse qué había en esa adoración, eso que emanaba de su figura gitana y las envolvía y las sostenía y al mismo tiempo las utilizaba como agentes de la creación de un mito que ya se hace sentir tanto en aceptaciones como en rechazos? ¿Qué es un mito sino una elaboración colectiva de una necesidad que nadie sabía que estaba ahí y también sublimación de un vacío que debe llenarse hasta el hartazgo de rosas rojas y de estribillos dirigidos cada uno a una por una de boca a ojos, de gesto a suspiro, de torsión de caderas a languidez de los sentidos?

Tengo la sospecha de que poco a poco el mito Sandro se va a ir estilizando, va a adquirir otra dimensión, ya no la de la desesperación, velas y rosas y lágrimas, sino la del canto de amor en la noche, la de un hito en la historia del Amor con mayúscula, la de una presencia inmarcesible, sonriente y tan familiar como el paso de alguien que llega a casa por las tardes. Las sacerdotisas habrán cumplido su misión, nos habrán dejado a Sandro, vaticinio y sonrisa, voz y oleaje de música, estupefacción quizás y más preguntas que respuestas. Todo eso, vamos, que sostiene el mito que nos sobrevuela día a día, hora a hora, sin remedio y sin descanso.


*Narradora.