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¿Habrán sentido lo mismo que nosotros los ciudadanos del imperio austrohúngaro en los días previos a su desintegración?

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¿Habrán sentido lo mismo que nosotros los ciudadanos del imperio austrohúngaro en los días previos a su desintegración? Los europeos de comienzos del siglo XX no tenían televisión ni satélites. Hoy se puede seguir cualquier proceso político en directo y tomar partido sin mediaciones. La tarde entera siguiendo las deposiciones en el Parlamento catalán alcanzan para detestar a Inés Arrimadas y para coincidir con Anna Gabriel en su reclamo de una república feminista.

Por eso no se entiende el partido anticatalán que los grandes diarios argentinos han tomado. O sí: se limitan a copiar la línea editorial de El País, que ha demostrado que no está a la altura de las circunstancias y que, como Le Figaro, representa a los sectores más rancios de la derecha europea. ¿Qué puede importarle a un latinoamericano lo que diga un diario que defiende los intereses de la casa de Borbón y los principios de una Constitución redactada en 1978 para complacer al fascismo en retirada? En todo caso, el miedo del reino de España puede ser comprensible, pero ¿por qué compartirlo?

Cada cual puede (y debe) tomar posición propia en relación con problemas que pueden parecer muy abstractos o muy concretos. Lo que da tristeza es una mímesis de posiciones que no se compadece con las condiciones contemporáneas del saber.

Abrazar la ignorancia es como haberse puesto en su momento del lado de las fuerzas realistas y no de los procesos revolucionarios del siglo XIX que se dieron en las repúblicas latinoamericanas.

El reconocimiento automático de un lugar de supuesto saber clausura no sólo cualquier posibilidad de comprensión del presente sino la actividad histórica en su conjunto: ante Lutero, defender a Roma; en la Guerra Civil Española, tomar partido por el fascismo; ante el socialismo democrático de Allende, alinearse con Pinochet. En lugar de la potencia de la imaginación, preferir un orden impuesto a rajatabla.