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Cementerio

La escena es habitual, rutina que hace años dejó de sorprender. Trasponer el muro social que divide el sur del norte de la Capital es un suplicio lento e inexorable.

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La escena es habitual, rutina que hace años dejó de sorprender. Trasponer el muro social que divide el sur del norte de la Capital es un suplicio lento e inexorable. Ese muro fronterizo se materializa en la avenida Corrientes.

Al norte de ella, un moderado bienestar se respira, se circula con fluidez, las plazas están decentes, la basura es recogida después de las 21, todo anda bastante bien. Al sur de Corrientes es otro mundo. Los mutantes deambulan, centenares de personas duermen en la calle, la basura es recogida después de la medianoche y dejando inmundas las veredas, las plazas permanecen deterioradas y la degradación del espacio público es evidente.

La circulación es además engorrosa y caótica. Por otra parte, al sur de Corrientes, de Plaza de Mayo a Congreso, hace ya más de diez años que una saga infinita de marchas, manifestaciones, escraches, piquetes, caceroleos y amuchamientos diversos son parte incrustada de la experiencia cotidiana.

Vengo por la avenida Entre Ríos, desde ese sur profundo por el que jamás se desplazan funcionarios y periodistas, que prefieren tomar café en La Biela, complotar en el MALBA o murmurar en el Módena. Al divisar el Congreso avanzamos a paso de hombre. Barrunto. ¿Malvineros? ¿D’Elía? ¿La Corriente Clasista? ¿Los muchachos de Mario Ishii? ¿Estará cortando Milagro Sala, en expedición punitiva desde Jujuy? Nones. Cuando atravesamos esa tristeza sangrante que son los restos de la ¿confitería? Del Molino, no hay organizaciones sociales a la vista. Esta mañana, colijo, el dislate viene de otro lado. Hay que buscarle una razón a esta lentitud pastosa.

Trato de adivinar qué pasa. Al trasponer el Molino, una imagen fantasmagórica se me aparece por la luneta y no la puedo creer. A unos 200 metros veo, colgando en medio de la avenida, un gigantesco cartel vertical, cuya altura equivale a unos cuatro pisos, que bailotea pendiente de una grúa. Me restriego los ojos. Leo: PARTIDO COMUNISTA, en mayúscula, de arriba hacia abajo. ¿Una manifestación bolchevique? ¿Homenaje póstumo a Vittorio Codovilla? ¿Ha renacido la militancia del destacamento argentino del movimiento comunista internacional? Esos forcejeos adivinatorios se desvanecen cuando llego a la altura del 200 de Callao y veo a la grúa en acción.

Identificada con el amarillo macrista del Gobierno de la Ciudad, una de las unidades de Mundo Grúa ya ha descolgado de la fachada del Comité Capital del PC el elefantiásico cartel y, cuando paso de costado, obreros municipales van tajeando con sierras mecánicas la vieja hojalata. No hay militantes comunistas en la calle dando el saludo final a la identificación partidaria, sólo obreros trabajando, inspectores garantizando, automovilistas presurosos y la habitual y cínica frialdad del porteño promedio.

Me impresiona la potencia expresiva del pequeño hecho. Desde luego, no hay cronistas ni reporteros gráficos. Para el periodismo nunca pasa nada al sur de la avenida Corrientes. Muy raramente se adentra en las minucias degradadas de esa Buenos Aires gris y apenada, tan diferente de la ciudad cautivante y sexy de Belgrano, Barrio Norte o Recoleta por la que suele merodear.

Pero la foto es poderosa: colgado de una grúa colosal, el emblema de la hoz y el martillo ha sido extirpado, parte de una saludable decisión del Ministerio de Espacio Público para eliminar toda la cartelería peligrosa, por obsoleta, ilegal y –encima– sin seguro, que pende como arma mortal sobre los porteños.

Pero no están ahí los comunistas para la extrema unción a la divisa partidaria. En la umbría interioridad de ese local partidario, ¿cuántas alianzas, acuerdos, frentes, giros a la izquierda y operaciones tácticas se deben haber consumado, ante la mirada hierática de las fotos de Marx, Engels y Lenin?

No puedo menos que recordar una experiencia personal estremecedora y equiparable en la Hungría reencontrada con la libertad, a fines de los años noventa. Vibraba de goce en una formidable semana de jolgorio en Budapest cuando me hablaron de “las tumbas de los Lenin”. Averigüé y supe que era un parque municipal en las afueras de esta encantadora ciudad junto al Danubio, donde las autoridades democráticas habían amontonado, para preservarlas, innumerables estatuas del fundador de la Unión Soviética, Lenin, que amueblaban calles y parques de la capital húngara. Decidí conocer ese “parque”, accesible para extranjeros que, como yo, hacíamos turismo, pero al margen de la vida cotidiana de los húngaros.

Es impresionante. Al pasar por el desmesurado arco de la entrada, vigilado por Lenin y sendas imágenes de Karl Marx y Friedrich Engels, uno ingresa a un predio donde coexisten cuarenta estatuas, esculturas y placas de Lenin. Son de tamaño y materiales diversos, pero en todas ellas descuella el abominable “realismo” socialista de los años cincuenta, rostros luminosos de fe en el futuro, banderas soviéticas, ojos afiebrados, siluetas musculosas.

No lo busquen, empero, a Stalin. Tras la sangrienta represión rusa al levantamiento de 1956 en Budapest, hasta la clase dirigente húngara satélite de Moscú eliminó la efigie del tirano muerto en 1953, pero cuya demolición simbólica (la llamada “des-stalinización”) justamente se aceleraría a partir de la revolución antisoviética de ese 1956.

¿Habrán ido a parar los restos del cartel del Partido Comunista descolgado de la avenida Callao hace pocas mañanas a un argentino cementerio de antigüedades incurables? Puesto que rumiar es una actividad prominente del modo argentino de vida, ¿será posible que esos trozos desguazados de la arcaica imaginería del siglo XX sean unidos, reparados y puestos en valor dentro de no muchos años, como regurgitación?

Nadie se acercó para velar esos restos, por lo cual uno puede pensar que el final del mamotreto es provisorio. No me extrañaría: en la Argentina el pasado es poderoso y la nostalgia es agresivamente recurrente. Lástima que no hubo foto de la soledad del momento: retrataba de modo concluyente el ¿aparente? final de una era.

 

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