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Chau piquetes, chau Laclau

La iniciativa de una ley antimovilización y la muerte del mentor del antagonismo coinciden en tiempos de retirada K.

ERNESTO LACLAU
| Pablo Temes

La presentación del proyecto para regular los piquetes vale probablemente más como gesto que como iniciativa efectiva para cambiar las reglas del juego político: dado que se la ha hecho en nombre de Cristina pero con la sola firma de unos pocos legisladores, y encima bajo la batuta de un hasta ahora ignoto alfil del devaluado Capitanich, será poco costoso darle largas al asunto y, eventualmente, dejarlo morir si genera problemas en las ya de por sí desanimadas bancadas oficiales.

Eso no significa, con todo, que se trate de un asunto menor: aun en mayor medida que las más efectivas medidas de ajuste en curso, la ley antipiquetes indica el desarme de la estrategia de radicalización que desde 2008 orientó las iniciativas oficiales; así que conviene valorarla como parte de un amplio e innovador giro político.

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Lo que está surgiendo con el fin de la radicalización evoca lo que, al final de su vida, permitiera a Perón definirse como “león herbívoro”: una letanía de buenas intenciones para justificar medidas bastante antipáticas y así pintar la inminente despedida con los colores de una equilibrada madurez, y de ese modo hacer más pasables la frustración y el olvido de los sueños de gloria hasta hace poco promocionados.
Aunque, a diferencia de Perón en los 70, esta vez no parece que los líderes del movimiento vayan a enfrentar mucha resistencia de soñadores empedernidos: hay pocas fugas por izquierda en el kirchnerismo del ajuste y el ocaso, muchas menos de las esperadas. Mientras la mayoría se apura a aclarar que “nunca quisimos imitar a Venezuela”, lo que en las actuales circunstancias resulta suficientemente gráfico como para no requerir mayores explicaciones, la minoría entusiasta calla y se dedica a atornillarse al Estado, para seguir en él cuando haya dejado de ser un exclusivo botín de la facción hoy gobernante.

A este respecto, no es casual que en la misma semana en que los gremios opositores paralizaron la vida nacional y el Gobierno les respondió impugnando los piquetes a que atribuyó su éxito, La Cámpora haya enfocado su atención a seguir anotando en la plantilla a todos los militantes que hasta aquí logró encuadrar, con particular esmero en cargos de lujo como los de Cancillería. A diferencia de sus homólogos setentistas, el camporismo de nuestros días prefiere un cómodo pase a planta a cualquier cosa que se parezca a pasar a la clandestinidad. Lo que implicará, claro, un costo para el fisco, pero tal vez sea uno módico si asegura la paz.

Otra diferencia con la historia es que para el kirchnerismo la salida de escena de líderes y referentes sigue siendo tan sorpresiva como oportuna: en la semana que pasó el Gobierno ha procedido a darle doble sepultura a la figura de Ernesto Laclau, que si algo explicó con claridad fue que en la lucha política valen casi siempre más los sentidos que los instrumentos administrativos o pecuniarios; lo que está siendo sistemáticamente desmentido por una presidenta que, ella misma ha dicho, pretende más que nada preservar lo que pueda del statu quo hasta 2015 y negociar la mayor cuota posible de recursos institucionales de ahí en adelante, aun cuando eso signifique olvidar sentidos hasta hace poco dados por inherentes a su identidad.

De todos modos, algunos de los temas que a Laclau más obsesionaron también sirven para explicar que el Gobierno siga ese camino. Para empezar, la clave para entender su giro se puede encontrar en el previo fracaso en movilizar a sus votantes detrás del curso de radicalización: aunque el kirchnerismo se hizo de un control casi total del Estado, no logró nada parecido en la sociedad, chocando allí con un cuadro enredado y heterogéneo en el que se empantanaron casi enseguida sus iniciativas. Al respecto probablemente la mayor evidencia no la ofrezca tanto la crisis del campo y la consecuente derrota de 2009 como la distancia con que la mayoría lo acompañó antes y después de ellas: bastante modestos problemas alcanzaron en ambas etapas de auge para que muchos integrantes del llamado “progresismo” le negaran su apoyo, para que otros retiraran el muy condicionado que le habían dado, así como para que ni en un caso ni en el otro se aceptara su premisa de que el avance de cualquier otra opción implicaría una mortal frustración para el país. En este sentido, la pretensión de quitarles legitimidad a las movilizaciones, los paros y ahora a los piquetes se encadena en una secuencia que también Laclau ayuda a entender. Se recordará que él siempre insistía en que la política debía dividir la escena en dos, el pueblo de un lado, sus enemigos del otro; y por tanto desde el gobierno había que lograr que la sociedad aceptara convivir con esa división, estableciendo así lo que él llamaba las “equivalencias” entre muy diversas demandas populares y su “diferencia radical” frente a las de los enemigos del pueblo. En su etapa activa, el kirchnerismo logró justificar movilizaciones descalificatorias contra una gran variedad de enemigos en estos términos: los acusados por violaciones a los derechos humanos, las pasteras instaladas en Uruguay, Shell u otras compañías que subieran precios sin permiso, y Clarín, sobre todo Clarín, el titiritero de todos los malos. Incluso lo logró en ocasiones en que fue derrotado y fracasó en los fines más puntuales que se propuso. Por ejemplo con la 125: su modelo político no resultó impugnado sino en alguna medida ratificado cuando se movilizaron sus adversarios, estableciendo otra cadena de equivalencias opuesta a la oficial, y que por tanto reforzaba antes que refutaba su ethos. Fue lo que permitió justificar, frente a moderados y neutrales, acciones brutales contra periodistas, empresarios o políticos enemigos, de otro modo inadmisibles; y lo que tendió un anillo de hierro en torno a la coalición oficial que desalentó las fugas y hasta el mínimo disenso interno.

Pero al hacerlo mantuvo una situación de crónica inestabilidad a la larga perjudicial, pues en el proyecto K convivían esos métodos revolucionarios con objetivos que no lo eran en lo más mínimo, y en la medida en que no resolvió esta tensión optando por una vía (la chavista) o por la otra, los fracasos en imponer su molde a la sociedad se volvieron demoledores.
La consecuencia fue que la escena de polarización trabajosamente montada empezara a derrumbarse sin que hiciera falta acotar su control del Estado, cuando en la sociedad surgieron voces que le reclamaron no que hiciera otra cosa, sino lo que había prometido para asegurar la felicidad del pueblo.
De allí también que todo un sofisticado andamiaje parezca hoy reducido a mero “relato” y sea denunciado como pura simulación para velar la mezcla de corrupción e inoperancia, a la que habría en verdad que acotar su existencia. Para quienes realmente creyeron en la teoría celebratoria del populismo, no podía haber peor desenlace.