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Coelho y sus coreanos

Hace unos meses me encontré con Oliverio Coelho y me comentó que había pasado una feliz estadía en Corea del Sur, gracias a una de esas becas que les permiten a los escritores viajar y conocer el mundo.

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Hace unos meses me encontré con Oliverio Coelho y me comentó que había pasado una feliz estadía en Corea del Sur, gracias a una de esas becas que les permiten a los escritores viajar y conocer el mundo. Me contó también que preparaba una antología de escritores coreanos. La noticia me produjo una gran alegría como coreanófilo, una afición que desarrollé durante la última década, gracias a las películas de ese origen, el contacto con algunos directores y un par de visitas al festival de Pusan. Recuerdo allí grandes tenidas gastronómicas y alcohólicas, según las mejores tradiciones del país, que impresiona sobre todo por su expansiva mezcla de modernidad y primitivismo. Esa vitalidad, tan palpable en el contacto con los anfitriones, ha hecho que Corea se aloje en la zona cálida de mi memoria. Pero esa simpatía se asienta también en la producción cinematográfica misma, la más admirable de las que emergieron en el contexto internacional reciente.
Efectivamente, el cine coreano vivió en la última década y media una verdadera explosión en varios órdenes. Desde el éxito local que llegó a desplazar a Hollywood de los primeros puestos de la taquilla, al interés que despertó en los festivales internacionales, pasando por la repentina visibilidad de algunos realizadores notables, brillantes o geniales. Aunque el veterano Im Kwon-taek no es un cineasta inferior a Kurosawa y Road to the Racetrack (1991), de Jang Sun-Woo, muestra la presencia de un director genial, es muy raro que un solo país haya dado en diez años a Hong Sang-soo (The Turning Gate), Lee Chang-dong (Oasis), Park Chan-wook (Old Boy) y Bong Joong-ho (The Host), que son absolutamente disímiles pero que comparten, además del talento, una mirada que ha hecho surgir ante nuestros ojos la sociedad coreana.
Por eso tenía grandes expectativas en la antología de Coelho, ya que mientras que ese cine se mostraba en festivales, circulaba en DVD y hasta se estrenaba en las salas comerciales, era prácticamente imposible acceder a una muestra de la literatura coreana contemporánea. Sin embargo, la aparición de Ji-do resultó una ligera decepción, aunque los ocho cuentos reunidos en el libro son más que respetables. Los relatos, dice Coelho, intentan “ser un mapa posible para entender la literatura coreana más reciente y su corriente principal: un realismo de corte social que sintoniza la literatura y la historia con el presente nacional”. Ese realismo social en un sentido amplio, que se extiende a lo fantástico o a lo farsesco, coincide con la tendencia predominante en el cine coreano.
Pero me gustaría señalar un error que a mi juicio comete Coelho –tal vez influido por cierta jerga doméstica en uso– cuando habla varias veces de un país que se rige por el “neoliberalismo avanzado”. A diferencia de Corea del Norte, hambreada y reprimida desde hace sesenta años por una dictadura hereditaria, Corea del Sur terminó dejando atrás la miseria, la ocupación y la dictadura. No se convirtió en un país “neoliberal” (una ideología) sino capitalista avanzado y democrático (materialidades económicas y políticas). Esa transformación acelerada, con toda la violencia que ejerce la historia sobre los individuos, ha hecho persistir enormes contradicciones que el cine ha capturado con brío y sensibilidad: entre la tradición y la modernidad, la vida rural y la urbana, el autoritarismo y la libertad, el machismo y la liberación femenina, la mentalidad feudal y la avidez globalizada. Coelho agrupa sus textos a partir de cierta concepción militante, una tendencia muy clara en el cine coreano posterior a la dictadura, pero que dio lugar en los años siguientes a una aproximación mucho más libre y desinhibida. Dicho de otro modo, la descripción que hace Coelho de la cultura coreana sigue utilizando el blanco y negro, mientras que el cine ya se hace en colores.