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Cogobierno para salir del laberinto

Exclusivo para Perfil, escribe Eduardo Duhalde. El partido que gana y la oposición deberían firmar un acuerdo escrito y vinculante.

El expresidente Eduardo Duhalde.
| Cedoc
Si miramos lo que ocurre en la mayor parte del mundo, surge la evidencia de que estamos ante un agotamiento de los sistemas políticos que tradicionalmente asociamos con la democracia. Tanto el parlamentarismo, cuyos orígenes se remontan, según los historiadores, a la Carta Magna inglesa del siglo XIII, como el presidencialismo, nacido en Estados Unidos a fines del siglo XVIII, se muestran cada vez más incapaces de resolver las dificultades de las sociedades actuales, mucho más complejas y sujetas a cambios permanentes. Los partidos políticos, protagonistas centrales en ambos sistemas, han perdido su capacidad de intermediar como representantes entre la ciudadanía y los poderes. Es necesario un replanteo para garantizar legitimidad y representatividad a los gobiernos, particularmente en América, donde los excesos del presidencialismo y la poca capacidad de la dirigencia para generar acuerdos básicos nos han llevado a construir sistemas permeables a la corrupción y el autoritarismo, sumergiéndonos en crisis recurrentes que parecen ya más la regla que la excepción. Pero tampoco los regímenes parlamentaristas están exentos de esta crisis, como lo indican las dificultades, por ejemplo en España, para salir de un atolladero político muy conflictivo y encarar de lleno los problemas económicos y sociales que aquejan a la población.

En el trasfondo de este agotamiento aparece una concepción binaria de la política, que afecta virtualmente a todos los partidos y gobiernos, sean de derecha, de centro o de izquierda, incluidos los que se muestran más respetuosos de las instituciones y de la voluntad ciudadana. Es la concepción según la cual, en política, uno “gana” y otro “pierde”. El que gana, gobierna; el otro debe ser oposición. Esta es la base para concebir la actividad partidaria y la acción de gobierno como una división entre “nosotros” y “ellos”, que termina imponiendo una lógica del antagonismo, del enfrentamiento entre unos y otros, dilapidando las energías que deberían destinarse a resolver, juntos, los problemas cada día más complejos que afrontan nuestras sociedades y nuestros pueblos.

Hace ya más de cuarenta años, en la Argentina se planteó una propuesta para superar la lógica de las antinomias. Es lo que se expresó en dos frases similares, una de Perón: “El que gana gobierna y el que pierde acompaña”, y otra de Balbín: “El que gana gobierna y el que pierde ayuda”. Sin desmerecer el valor patriótico y cívico que ambas expresiones tuvieron en ese momento, hay que reconocer que también esas fórmulas han quedado superadas, visto el deterioro sufrido desde entonces en la representatividad de los partidos y los liderazgos políticos. Estoy convencido de que hoy la fórmula debe ser: “El que gana gobierna y el que pierde también gobierna”.

Ya no se trata de hablar de modalidades de gobierno, sino que es necesario reflexionar y replantear las modalidades de convivencia política. La complejidad de los problemas en el mundo actual requiere de la construcción de consensos de tal alcance que exigen superar la división entre “nosotros” y “ellos”, para pensar en términos de “todos nosotros”. Sólo así será posible acordar y asegurar las políticas de Estado, tantas veces mencionadas, rara vez intentadas y, aún menos, implementadas.

Mi experiencia de gobierno me lleva a la convicción de que para alcanzar ese objetivo debemos avanzar hacia un tipo de gobierno compartido por oficialismo y oposición o, mejor dicho, de cogobierno. Es una idea que ya en diciembre de 1991, al asumir como gobernador bonaerense, manifesté al afirmar: “Desde hoy quedan abolidos los términos oficialismo y oposición”. Y para hacerla realidad puse en manos del radicalismo todos los órganos de contralor del Estado provincial y abrí el gabinete a la participación de técnicos y dirigentes de ese partido. Diez años después, al asumir la Presidencia de la Nación, puse como condición que mi amigo, el doctor Raúl Alfonsín, gestionara la presencia de tres ministros de su partido en el gabinete y el apoyo de sus legisladores a un número importante de medidas previamente consensuadas. Sólo así, mediante esa experiencia de cogobierno, pudimos los argentinos enderezar el rumbo para salir del “infierno” de la crisis en que estábamos a fines de 2001.

Todo lo ocurrido desde entonces me reafirma en esa convicción. Si observamos los países con una mayor consolidación institucional democrática, vemos reiterados ejemplos de cogobierno como base de esa mayor solidez y representatividad. Es el caso de Alemania, que desde la sanción en 1949 de la Ley Fundamental de la entonces República Federal Alemana, ha tenido 23 gobiernos de coalición de distintos signos partidarios. El compromiso, claramente detallado, de llevar adelante una serie de políticas consensuadas, sobre la base de alcanzar objetivos también expresamente acordados, permitió a lo largo de esas décadas darles una mayor legitimidad y fortalecer tanto a las instituciones de gobierno como a los propios partidos políticos. Uno de los promotores de estas grandes coaliciones y de la política que, a la postre, llevó a la reunificación alemana, el ex canciller Willy Brandt, solía decir, refiriéndose a los integrantes de su gobierno: “No somos elegidos por Dios, sino por el electorado; por lo tanto, buscamos el diálogo con todos aquellos que ponen el esfuerzo en esta democracia”.

Es necesario insistir en esa idea de que los gobernantes no son ungidos por la Providencia y, por lo tanto, no son dueños de la verdad. No debemos esperar que las soluciones provengan de un grupo de dirigentes “iluminados”, sino del esfuerzo consensuado y compartido de todos. Sin duda, el rol del político es tener y proponer ideas y proyectos; pero sobre todo es crear escenarios, a través del diálogo y el consenso, para que esas ideas se conviertan en soluciones factibles y positivas para los problemas de la sociedad. La política de Estado, la que es capaz de hacer mejor la vida de todos los ciudadanos, es un trabajo minucioso, una delicada orfebrería para aunar las diversas inteligencias, capacidades, miradas, intereses, necesidades y esfuerzos, en beneficio del conjunto de la comunidad.

Se trata, entonces, de reformular la convivencia política para superar la lógica binaria del antagonismo. Creo que es el momento de avanzar en la idea de establecer un régimen donde el ganador de una elección conduce y los otros partidos con representación parlamentaria integran el cogobierno. Esas fuerzas deben firmar un acuerdo escrito que será el programa a llevar adelante por el cogobierno, documento de carácter vinculante entre los partidos y, sobre todo, ante la ciudadanía. De este modo se evitarán los simples pactos o alianzas circunstanciales, muchas veces con tufillo de contubernio, que sólo apuntan a asegurar posiciones personales o grupales, o distribuir cargos y poder, en lugar de ser la expresión de un consenso serio y el instrumento para consolidarlo. El compromiso, asumido con responsabilidad y abierto a la participación de la ciudadanía, será el mejor modo de recuperar y consolidar la legitimidad y la representatividad de la política y sus instituciones.

No será un camino sencillo, pero ante la realidad de deterioro que viven nuestros sistemas representativos es preciso pensar y actuar con audacia y grandeza. Si existen liderazgos fuertes decididos a emprenderlo, el proceso se facilitará, porque un líder fuerte convencido de la necesidad de alcanzar consensos tiene la capacidad de sumar a otros. Querer construirlos desde liderazgos débiles, en cambio, suele generar sospechas y esto dificulta la construcción de acuerdos sólidos. Pero en uno y otro caso es necesario iniciar ya ese camino, que será largo y requerirá de la inteligencia y del esfuerzo de todos. Con ese fin, he convocado a un grupo de prestigiosos constitucionalistas para que me ayude a recopilar antecedentes y estudios con los cuales estructurar una primera propuesta. Porque entiendo que es necesario proponer un nuevo pacto fundacional de la República, basado en los principios que aseguren nuevas modalidades de convivencia política.

Es, en definitiva, plantearnos una nueva forma de concebir la política, para una sociedad del futuro que seguramente habrá de ser muy diferente de la que conocemos. Es un desafío colectivo que los políticos debemos asumir como prioritario y que debe ser acompañado por la ciudadanía. Sin duda, para lograrlo tendremos por delante un trabajo arduo y lleno de obstáculos. Pero el resultado que se vislumbra en el horizonte bien lo vale: una Argentina mejor para legarles a nuestros hijos.

*Ex presidente de la Nación.