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Apuntes en viaje

Colastiné

El domingo va pasando entre charla, comida, cerveza, siestas breves arriba de una loneta desplegada en el pasto que se comparte con los perros.

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El domingo va pasando entre charla, comida, cerveza, siestas breves arriba de una loneta desplegada en el pasto que se comparte con los perros. | Marta Toledo

En esta época no es raro que el sol del Litoral incendie la piel como un ramalazo de Napalm. Entro a sabiendas al verano santafecino. Me bajo de la Siberia del micro: ¿por qué ese empecinamiento por el aire acondicionado al tope? ¿Por qué si es el boleto más caro no nos tiran por lo menos una mantita? Me había llevado abrigo, me había puesto medias y también tuve que sacar del bolso una toalla y echármela arriba de los hombros. Bajo toda agarrotada por el frío y las horas de viaje y la terminal me recibe en su vaho caluriento aunque apenas son las 7 de la mañana. Me entrego agradecida al aliento del viento norte. Así es Santa Fe, me digo, ya sé a lo que vengo.

Mis amigos viven en Colastiné, un desprendimiento de la ciudad, un barrio que cuando ellos llegaron, hace más de veinte años, era solo un puñado de quintas y descampado y que ahora es casi un pueblo. Las calles tienen nombre de árboles y de pájaros y son de arena. Siempre que digo que me voy a Colastiné no falta alguien que dice con nostalgia: ¡Ah! ¡los pagos de Saer! Siempre pienso para mis adentros si el pago de Saer no era París.

Mis amigos tienen una casa con parque y unos árboles de palta enormísimos en el fondo. El domingo mientras comemos choripanes y tomamos cerveza alguien pregunta cómo se llama el árbol de las paltas: ¿paltero? Nadie sabe. Tienen los de las paltas grandotas y los de las paltas chiquitas, las Hass. En la época en que maduran se escuchan los golpes de las frutas cayendo desde lo alto. Una vez una le dio en la cabeza a un gato y lo mató. Los perros de la casa se las comen y a eso atribuimos que tengan el pelaje tan suave y brillante.  

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Además de tener paltas todo el año, fabrican una cerveza buenísima que se llama Morovia: rubia, Ipa y negra, de las mejores que he probado. Dicen que la negra es muy buena, pero no puedo dar fe porque no tomo cerveza negra. Es el cumpleaños de mi amiga y tenemos un barril a nuestra disposición: estamos sentados abajo de los árboles en una tarde despejada e inusualmente de 25 grados a principios de febrero. Los que estamos cerca de la chopera ni siquiera tenemos que pararnos para servirnos: estiramos el brazo desde la silla a la canilla. Pensamos que al fin y al cabo es un sueño cumplido.

El domingo va pasando entre charla, comida, cerveza, siestas breves arriba de una loneta desplegada en el pasto que se comparte con los perros.

A la tardecita vamos caminando a la laguna Setúbal. Las patas se entierran en la arena suelta de la calle, todavía caliente. Alternan caserones con pileta y casitas humildes con Pelopincho. El olor perfumado de los eucaliptos se mezcla con el olor a basura quemada. Las ranas maúllan como gatos en los bañados. El aire está tibio y se va llenando de mosquitos a medida que nos acercamos al agua. La laguna está crecida y no hay playa. Algunos autos están estacionados en el terraplén, gente con el mate y cañas de pescar ya se está volviendo, algunos adolescentes en moto fuman y miran el atardecer. Más adentro la laguna se abre y resplandece bajo el sol que se apaga despacito. Me acuerdo de un cuento de Flannery O’Connor, el personaje espantoso de la abuela, viendo a un negrito en un rancho, desde la ventanilla del auto, dice: ¡qué negrito más mono, si supiera pintar le pintaría un cuadro! Yo miro el agua encendida, las siluetas oscuras de los pescadores, los tallos de los camalotes erizando la superficie de la laguna y pienso: si supiera escribir poemas, le escribiría un poema.