Según informa el suplemento iEco del diario Clarín del domingo pasado, las empresas están buscando
un nuevo tipo de CEO: “Las compañías apuntan al ejecutivo negociador, hábil para acordar con
sindicatos, Gobierno y hasta con accionistas sin ir al choque”. CEO, en inglés, es la sigla
de Chief Executive Officer, el presidente ejecutivo de una empresa. Un pequeño recuadro narra los
cambios de perfiles según pasan los años: “A principios de los 90, en plena ola
privatizadora, las empresas buscaban un perfil de ejecutivo transformador, que pudiera llegar a una
empresa estatal y hacer que el barco arranque”. Y luego agrega: “A fines de los 90 se
priorizó al ejecutivo recesivo, capaz de trabajar en contextos de recesión y anticipar la
crisis”. Es decir que a fines de los 90 se contrataron ejecutivos para gerenciar la recesión
generada por la política llevada a cabo por sus antecesores en el cargo. Esto puede parecer
risueño, pero en la política no pasan cosas diferentes. ¿O Chacho Alvarez y sus aliados no
impulsaron el ingreso de Cavallo al gobierno de De la Rúa porque imaginaban que el hombre que había
armado la convertibilidad era el único que podía desarmarla? Algo así como aplicar la regla del
“rompe paga” pero a nivel de tragedia nacional (recuerdo reuniones en donde economistas
progresistas decían que el que se venía era un nuevo Cavallo, un Cavallo
“desarrollista”, “industrialista”, en fin…). Volviendo al recuadro,
termina con una frase tan descarnada que vale la pena citar sin modificar una coma: “Durante
2006 y 2007 apareció el gerente político, con cintura para manejar la relación con el
gobierno”.
Pero en verdad, el fascinante mundo de los CEO no difiere demasiado de ningún otro campo,
incluido el literario: entre los escritores también abundan los viajantes de comercio, las cinturas
políticas (recuerdo ahora la genial frase de Cafiero: “Angeloz tiene la cintura política de
un pollo”), los condenados por contrabando, los prosistas recesivos, los poetas publicistas,
las crisis energéticas y los emprendedores exitosos. Es el propio funcionamiento del campo lo que
iguala las cosas. Salvo para los participantes, es decir, visto desde afuera, un congreso de
escritores se asemeja a un coloquio de dentistas, una reunión de cátedra a una de consorcio, la
Feria de Frankfurt a la reunión de IDEA, y un libro saldado a un modelo de camisas discontinuado.
Un libro interesante sobre este asunto es El nuevo espíritu del capitalismo, de los
sociólogos Luc Boltanski y Eve Chiapello. Bolstanki ya había escrito otro libro magnifico, La
souffrance à distance, en donde analiza la fascinación francesa de ver sufrir por televisión (en
especial durante la guerra en Sarajevo) utilizando categorías tomadas de Baudelaire y Sade. Pues
bien, con esa misma libertad teórica describe el funcionamiento del capitalismo contemporáneo a
partir de un formidable análisis de discurso de los manuales de management con los que las empresas
forman a sus jóvenes ejecutivos. Y lo que encuentran es provocador. Boltanski y Chiapello vienen a
decirnos que aquellos valores y deseos que en los 60 poseían un carácter contracultural,
revolucionario, vital, en los 90 se volvieron los motores ideológicos del capitalismo. Consignas
que en los 60 implicaban un corte radical con el pasado, con la familia, con la historia inmediata
hoy funcionan como instrumentos de cohesión social, como la ideología de la época. ¿Cuáles eran
esos deseos revolucionarios de los 60? Mayor flexibilidad en la vida cotidiana; mayor autonomía
personal; el elogio del cambio permanente, de la incertidumbre, de la creatividad; la crítica a las
estructuras rígidas, a la burocracia, al Estado; el cuestionamiento de las instituciones cerradas y
la defensa de los vínculos en red; la búsqueda del placer por el placer en sí mismo, la
preponderancia del deseo como motor del consumo; la utopía de un mundo global. ¿No es acaso éste el
programa del capitalismo actual