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entrevista inEdita con Alain Robbe-Grillet

Conversación en el parque

Máximo exponente del Nouveau Roman e integrante, como cineasta, de la Nouvelle Vague, el polémico escritor francés murió el lunes pasado, a los 85 años. En 1997 visitó la Argentina para participar como jurado en el Festival de Cine de Mar del Plata. Durante ese viaje, compartió un paseo a Villa Ocampo con la crítica literaria Elsa Drucaroff, y mantuvo una larga charla con ella, que permanecía inédita hasta hoy, en la que confiesa haberse inspirado en Bioy Casares para escribir uno de sus guiones más celebrados, y haberle recomendado a Victoria Ocampo que en su casa construyera “un burdel de lujo”.

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Pelo cano bastante largo, alborotado; barba, polera blanca bajo el saco oscuro, mocasines. Esa solemnidad informal, ese aire de soy profundo... Lo miro y lo vuelvo a mirar: estoy ante un intelectual de los años 60, de esos que de niña observaba con admira­ción edípica. El siglo se termina y ya no soy una niña pero el tiempo no ha pasado para Alain Robbe-Grillet, el escritor de la Nouvelle Vague, el hombre que imaginó Hace un año en Marien­bad. Ver la película de Alain Resnais era, para mi genera­ción, una iniciación obligatoria. Había que zambullirse en ella hasta sentir vahídos porque allí todo termi­na­ba y volvía a empe­zar, el tiempo se disolvía, se multipli­caba al infinito, los objetos se desdi­buja­ban, las certezas tembla­ban, la memoria misma del cine conocido hasta entonces parecía absur­da.
—Los objetos nos son radicalmente extraños. Vivimos en un mundo que no comprendemos. Mi obra no quiere tratar de arre­glarnos con ellos, de camuflar la incomprensión, de simular armonía. Hay angustia, y yo no debo ocultarla.
Así habló Robbe-Grillet ante cientos de jóvenes en los coloquios que dio durante el Festival de Cine de Mar del Plata, donde ofició de presidente del jurado. Con precisión, desarrolló la típica teoría de las vanguar­dias, su vocación de per­turbar al lector-espectador, despojarlo de certe­zas para enfren­tarlo a la libertad, shockearlo y desautomatizar sus percep­cio­nes.
Volví a escucharle lo mismo dos días después, entrevistándolo; lo escuché desde el túnel del tiempo, un poco enojada porque el mundo había cambiado y él parecía no notarlo. Hasta que viajé con él en una combi rumbo a Villa Ocampo y lo vi en el centenario parque de la mansión de Victoria, la exótica anfitriona de los intelectuales europeos (“una sudamericana rica que nos puede llevar a Sartre y a mí a Buenos Aires”, al decir de Simone de Beauvoir en una carta que cito de memoria, de fines de los 40). Inclinado sobre la lavanda del parque de Villa Ocampo, el Escritor de Vanguardia se había olvidado del radical extrañamiento del mundo y acariciaba las hojas con ternu­ra, se sumergía en el arbusto para oler, abrazaba a su mujer.
—Las quiero a las plantas, son buenas amigas mías –dijo.
Puede ser que el mundo natural y Robbe-Grillet se lleven mejor de lo que él dice en sus obras, o que éstas, precisamente, le hayan servido para exorcizar su mala relación. Lo cierto es que el prestigio­so fundador del Nouveau Roman (movimien­to de novelistas franceses que escandalizó a la crítica litera­ria de los años 60), el cineasta experimental, el hermético escritor del obje­tivis­mo, no era distinto de un jubila­do de plaza que disfruta del sol, de su mujer de tantos años y de la simpleza de la vida recorriendo Villa Ocampo.
Cuando Robbe-Grillet me dijo que iba a casa de Victoria para hacerle un “homenaje”, creí que se trataba de un aconteci­miento oficial. Pero yo misma tuve que hacer que el chofer, que era porteño, averiguara el camino hasta la Villa. Es que el “homenaje” era un rito privado: él y Cathe­rine habían solicitado al Festival hacer una visita al lugar.
A diferencia de tantos intelectuales franceses, Robbe-Grillet hace gala de su interés por otras culturas, incluida la argentina. “Me opongo al nacionalismo cultural. A mí me influyó Flaubert, pero también Kafka, y Joyce, y Faulkner, y Borges”, dice. Ahora, caminando por Villa Ocampo, parecía querer absorber los vestigios que pudieran haber dejado grandes escritores que habían estado allí. Bor­ges, pero también Bioy Casares. Le señalan la casa que fue de Bioy y Silvina Ocampo, se ve bien desde el parque de la Villa con sus negros techos, su oscura, oprimente suntuosi­dad.
—¿Sabe?, hoy creo que escribí el guión de Hace un año en Marienbad porque leí a Bioy Casa­res. En realidad, cuando escribí pensaba en Goethe, que hizo su Elegía de Marienbad. Pero ahora me doy cuenta de que mi obra tiene mucho más que ver con La invención de Morel. Hace poco la releí y descubrí que Bioy nombra Marienbad en las primeras páginas. ¿Usted estuvo en Marienbad? Está en Checoslovaquia, es un lugar muy chic, una villa de cura y reposo. Durante el siglo pasado y parte de éste iban allá las familias nobles de toda Europa. Bueno, en La invención de Morel no sólo se nombra Marienbad, el protago­nista está en una isla y las primeras proyeccio­nes virtua­les que ve son de gente vestida de fiesta. Toda esa gente de alta socie­dad, estática, que aparece en mi pelí­cula, puede venir de allí. Y además: un hombre que se enamora de una mujer que está en otro mundo y en otro tiempo... Eso que pasa en La invención de Morel también se puede decir que pasa, aunque de otra manera, en Hace un año en Marienbad.
—¿Pero usted cuándo leyó “La invención de Morel”?
—Creo que en 1957, en cuanto se publicó en Francia. Entonces apareció una reseña mía de la novela en la revista Critique, que dirigía Georges Bataille. Y escribí el guión de la pelí­cula en 1960. Bioy era un comple­to desconocido en Francia, yo descubrí el libro y me pareció extraordi­nario.
Seguimos en el parque. Catherine le muestra los arbustos de romero. Es una mujer menuda y elegante, lleva el pelo gris, recogido en un rodete; los hermosos ojos claros destellan inteligencia, su cara es perfecta; enveje­ció sin rencor.
—Qué vieja es la planta –se admira. Me explica–: En nues­tra casa el romero no vive en invierno, muere por las heladas.
Los anfitriones oficiales informan que la casa de Victoria, construida totalmente en madera, fue hecha traer por ella de Gran Breta­ña, tablón por tablón. No tiene ni un tornillo que no haya venido de allí.
—¿Pero por qué hacerse traer una casa? ¿Por qué no construirla aquí? –pregunta el matrimonio, consternado.
Les cuentan que la excentricidad de Victoria asombró a los funcionarios de la aduana y que el material estuvo detenido varios meses, porque no sabían bajo qué rubro darle permiso de importación. Les digo que las clases dominantes de mi país tenían ese tipo de relación con Gran Breta­ña y con Francia. Y pienso, pero no digo, que Victoria no sólo importó maderas y tornillos; con similar espíritu se trajo a los parques de sus casas a escrito­res como él. Algo así debe estar pensando Robbe-Grillet, porque se acerca y me susurra:
—Yo la conocí, ¿sabe? Catherine y yo estuvimos en su casa de San Isidro. A ella no le gustaron mucho mis bromas.
Robbe-Grillet ríe, le pido explicaciones.
—Eso –me dice– se lo voy a contar en el trayecto de regreso.
Entramos a la casa, que se volvió museo.
—Lo mismo va a pasar conmigo. Nosotros vivimos en un pequeño palacio Luis XIV, con un parque de unas cinco hectáreas. El Consejo Regional de Normandía adquirió nuestra residencia para que sea patrimonio cultural de la región. Por supuesto, mien­tras estemos vivos vamos a seguir allí. Pero después va a ser un museo. Ya ve, me he vuelto un monumento histó­rico...
—Pero eso un poco le gusta...
—Y, sí, me pone orgulloso...
Los anfitriones señalan los objetos de las vitrinas, explican sus oríge­nes, dan fechas. Cuando vacilan con algún dato, Catherine codea a su marido:
—Nosotros tenemos que dejar escrito de dónde viene cada objeto, en casa –dice zumbona–. Así los que visiten aprovechan…
Ella toma una foto tras otra. Hace fotografía fija en cine y parti­cipó en las películas de su marido. Se lanzan miradas cómpli­ces, comenta­rios en voz baja. Los empape­lados, el lavabo de un baño, todo es constan­temente comparado con su propia casa. Los Robbe-Grillet también están reco­rrien­do la Villa como si visitaran su propio museo cuando ya no estén. Pero no hay soberbia, ni melanco­lía, ni morbosi­dad. Hay curio­sidad casi infan­til.
El tiene 74 años aunque no los aparenta. Ella, tal vez menos. Su presencia en el Festival ha venido produ­ciendo una conmoción ambigua en conocidos cineas­tas de trayec­toria: elogios y reconocimientos se mez­clan, a veces en las mismas personas, con comentarios maliciosos. El director y guionista Paul Schrader dijo, por ejemplo: “La revolu­ción litera­ria y cinemato­gráfica de Robbe-Grillet fue impor­tan­tísima, pero ya se termi­nó. Qué notable: su revolu­ción se terminó pero él está todavía vivo. Es raro ver a alguien que sobrevivió a su propio aporte.”
Yo le había preguntado a Robbe-Grillet:
—Ustedes, los escritores del Nouveau Roman, querían producir un efecto político: perturbar al lector. ¿La posibi­lidad de perturbar se terminó hoy?
—No. Sólo podría haberse terminado si el mundo se hubiera vuelto equipro­bable, si fuera igualmente posible que ocurriera cualquier cosa. En tanto que hay una chance más fuerte de que algo pase en vez de otra cosa, hay una posibili­dad de shock, de crear un aconteci­miento improbable. Claro que podemos imaginar que un sistema no pueda producir más escánda­lo porque todo se volvió equipro­bable. Es el ejemplo que da Umberto Eco en su Obra abierta. Cada nueva diferencia en arte se dibuja sobre el horizonte que los otros creado­res ya han construido. Imaginemos una playa junto al mar que fue comple­tamen­te alisa­da por el vien­to: en esa arena es muy fácil producir un shock marcando una huella. Si cual­quiera camina por allí, es fácil decir: “Alguien pasó”. Pero llega un momento en el que diez mil perso­nas pasaron todo un día, enton­ces el horizonte cambió: en vez de la arena lisa tenemos como montecitos y ese piso ya no puede aportar una informa­ción, no puede indicar lo que es posible que ocurra y lo que no. No puede si se trata de estu­diar o predecir recorri­dos de huellas de zapatos... Pero basta tomar una bici­cle­ta para que empiece todo de nuevo...
—Por lo tanto, usted es optimista. El arte siempre podrá per­turbar y abrir caminos nuevos a los humanos.
—Sí, yo soy demasiado viejo pero pienso que no es cierto que toda la gente es imbécil. Ahora se dice que los jóvenes ya no se interesan en nada. No es verdad, yo conozco jóvenes y no son todos así... Segura­mente ellos aportarán alguna otra cosa, y producirán el shock.
—Señor Robbe-Grillet, queremos darle nuestras películas.
Una chica y un muchacho de poco más de veinte años le ofrecen dos videos. Ella es sobrina de una de las autoridades municipa­les; él, su novio. Hablan francés, estudian cine, han visto sus filmes, han leído libros suyos y le rogaron al tío que los dejara estar en la visita a la Villa.
Robbe-Grillet observa los videos como si fueran una condecora­ción, de las mejores que ha recibido. El y su mujer interrogan a los jóvenes sobre las obras, intercambian direcciones, prometen opinión. Será un monumento histórico y no aportará otra revolución estética, pienso, pero es generoso y no siempre de mármol. Dirá que “el rock sólo sirve para dejar sordos a los jóvenes” pero los jóvenes lo entusiasman.
—Le debo una historia –dice de regreso–. Debe haber sido en los años 60, había un coloquio del Pen Club en Buenos Aires. Victoria nos llevó a navegar por el Tigre en su barco. Nos divertimos mucho, estaban John Dos Pas­sos, el poeta inglés Step­hen Spender y otros. Hay una foto donde Cathe­rine está agarrada al timón del barco, Dos Passos atrás con cara de terror porque ella maneja y yo muestro una botella de whisky dada vuelta, vacía, mirando a Dos Passos (que tomaba mucho) con desolación. Victo­ria nos llevó a su casa en San Isidro. A mí me impresio­nó. Estaba enteramente ocupada con fotos, cua­dros y hasta estatuas de ella cuando era joven y hermosa. Ella se me acercó y me dijo: “Quisie­ra hacer algo con este lugar. ¿Qué le parece si hago una casa para escritores?”. “Más bien yo haría un burdel de lujo”, le contes­té. No le hizo mucha gra­cia. Después escribí una novela, La casa de citas, y el burdel de lujo que hay allí está bastante inspirado en la mansión de Ocampo. En el libro la madama se llama Ava, nació de una mezcla de Ava Gardner y Victoria. Inclu­so en el manuscrito que doné a la Biblioteca Nacional hay un agradecimiento a Victoria que no publi­qué, como usted se imagina.
Robbe Grillet termina de filiar por segunda vez una obra suya en la cultura argentina cuando la combi llega al hotel. Nos despedimos. “Es verdad que está vivo –pienso mientras me voy–, el sol no secó toda la ropa de la vieja Europa.” En ese momento me llama:
   —Una cosa: si escribe esa anécdota mía con Victoria, no la cuente con cruel­dad.