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Cortázar, ayer y hoy

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Al parecer, el certificado de supervivencia de una obra se produce automáticamente cuando los medios periodísticos recuerdan la fecha del nacimiento o la muerte de un autor o de publicación de su libro más importante de acuerdo al criterio estadístico que los matrimonios utilizan para recordar el tiempo que vienen padeciendo juntos. A Rayuela le tocaron con excitante celeridad los cincuenta años de su edición, y al que la escribió, Julio Cortázar, ahora se le celebran los cien de su nacimiento.

Las recordaciones incluyeron sus comienzos literarios antiperonistas, con Casa tomada como emblema, su creciente entronización como figura consular o virreinal de la cultura argentina, el otro Otro de Borges (en desmedro de Bioy o de Manucho), su pasaje al cielo cultivado de las vanguardias europeas del siglo XX, su período pop-collage de libros como La vuelta al día en ochenta mundos, su ingreso al montonerismo culposo (que podría leerse como una revisión desde el otro lado de Casa tomada, como si hubiese decidido ocupar o al menos entender, desde la política, la acción de los invasores: un escritor escrito por las reverberaciones de su propia obra), y luego el período final, su visita a la Argentina y la indiferencia oficial del gobierno de Alfonsín a su presencia. En esta enumeración habría que incluir también el debate acerca de la condición adolescente o de escuela secundaria de sus textos, esgrimida como una acusación por la Oposición Literaria.

Desde mi perspectiva, lo más banal del abordaje es el lamento sobre la oportunidad perdida de un encuentro entre un Faro de la Cultura y el Presidente de la Democracia Recuperada, como si la literatura necesitara de la política para validar su utilidad y la política de la literatura para elevar su punto de mira de la coyuntura. Más productivo es en cambio el tema de los límites de su estética. Hace un tiempo, leí las declaraciones escandalizadas de un crítico americano que repudiaba la lectura que los niños y adolescentes hacían de Harry Potter, acusando a la prosa de Rowling de ñoña y cristalizada. Pero esa acusación desconoce el hecho elemental de que Harry Potter es una obra para lectores que descubren por primera vez esa colección de lugares comunes, que esos lugares comunes funcionan en el inicio como una revelación. La frase “bebía como un cosaco” es un cliché de las novelas de aventuras, pero quien debuta con ella puede ver el movimiento del brazo alzándose, el exceso, la ebriedad, la luz de las estepas y el knutt y la gorra de pieles.. Todo autor es, infelizmente, un autor de pasaje hacia otros que renuevan la satisfacción de la lectura, porque la suma de la experiencia de la literatura es más importante que los fugaces autores que la van garantizando y perdiéndose por el camino. Cortázar fue para mí, hace ya bastante, el centro de un Universo que un día se disolvió dando paso a otros. Perdí sus libros, los presté y no me los devolvieron y no los reclamé. Pero recuerdo perfectamente la emoción de lanzarme a la librería en busca de su última obra, y leerla, y a la vez, en algún momento, la delicada decepción de sentir que él era el mismo y la vez había cambiado, en un sentido descendente, o que para mí esa identidad ya no era lo que había significado antes.

En perspectiva, mirando su obra como un conjunto, se me han pasado tanto la pasión como la decepción, y reconozco y aprecio su posición de artista. Cortázar tenía voz y técnica y asuntos que trabajó sin desmayo; su obra se enlaza con las perspectivas liberacionistas de la época y abre al lector, aunque más no sea por el recurso de la cita, a la obra valiosa de muchos otros. Funciona como guiño y como seña, es un importador de novedades culturales que despliega sus posesiones sobre un tapiz precioso y las comparte. Quizá el mayor valor que uno, no otros, puede encontrar en él es su recorrido: el tema del otro forzó a su literatura a adquirir un carácter mutante. Su trabajo de traductor es doble, porque su obra también se apropia y traduce otras, con cierto rasgo miliunanochesco: baste pensar el modo en que Rayuela lee Pálido fuego, libro que tradujo algún tiempo antes Aurora Bernárdez, por entonces su esposa.