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Gestion y oposicion

Cortoplacismos

Ni sólo buena voluntad ni leyes exprés. Se necesita una estrategia contra la estanflación.

Cortoplacismo nacional.
| Dibujo: Pablo Temes<br>

Hace pocos días un extranjero de visita en Buenos Aires, hombre bien informado e influyente formador de opinión en su país, expresó su perplejidad: “Afuera de la Argentina se piensa que aquí todos están exultantes por el cambio extraordinario que se ha producido en la política, pero desde que llegué sólo escucho quejas y críticas. ¿Qué pasa realmente?”. Buena pregunta. En la calle se escuchan mucho más las voces de los que se quejan que las de quienes mantienen expectativas positivas. Cuando se leen las encuestas, los optimistas son más –aunque ciertamente son menos que hace un par de meses–, pero su voz resuena poco. Los medios de prensa recogen más las voces críticas y se hacen eco de ellas; hasta las alimentan activamente. Sin duda, un cambio sensible es que ahora se respira un clima que no inhibe a nadie de decir lo que piensa. Pero lo cierto es que hay problemas y no sobran las razones para que la gente acompañe al Gobierno en su optimismo voluntarista, aunque muchos continúen dispuestos a seguir dándole un crédito de confianza.

Algo no ha cambiado: se sigue gobernando con un sentido muy cortoplacista. En los espacios opositores, pero también en el Gobierno, el cortísimo plazo lo domina todo. No solamente hay gente que pide eso que ha dado en ser llamado “relato” –una construcción simbólica mezcla de ideales, objetivos y explicaciones del pasado–; también quienes no esperan ese relato necesitan disponer de un marco organizador de las expectativas relativas a lo que cabe esperar que suceda. Muchas cosas están descuajeringadas en la Argentina, y a la mayoría de las personas les preocupa mucho la inflación y el desempleo, y también la inseguridad y la mala infraestructura. Las promesas del Gobierno no resuelven el día a día, que es el factor que más incide en el clima de la opinión pública. La ola favorable al actual gobierno, que se generó durante el proceso electoral y empujó el fuerte cambio de expectativas –que el mundo entero registró–, está hoy bajo la presión de la dura realidad.

Necesidades. La Argentina necesita mejoras en cuanto a productividad, empresas más competitivas y reglas que puedan atraer a los inversores; también hacer esfuerzos profundos para incorporar al mercado laboral a los millones de individuos hoy excluidos de él. “Pensar en proyectos grandes y no quedarnos encerrados en proyectitos que no son más que presiones políticas”, pidieron los obispos que días atrás llevaron al Gobierno las inquietudes de la Iglesia sobre la situación del país. Esto es, mirar más allá del corto plazo y de las pequeñas movidas de la política.
Precisamente una instancia de ese cortoplacismo se vivió estos días en la arena parlamentaria. La oposición peronista, sumada a la izquierda, jugó sus cartas a aprobar la ley antidespidos, un “proyectito” que bien merecería ser llamado ley de promoción del desempleo, porque –tal como lo sostuvo el gobierno de Cristina no mucho tiempo atrás– es casi una garantía de un más alto nivel de desempleo en la economía en su conjunto, aunque podría funcionar para el sector público. La movida apunta por un lado a recuperar una bandera cara al sindicalismo, el único eventual beneficiario de esa ley: los sindicatos están enfocados en proteger los empleos formales existentes y el empleo público, no en promover un aumento del nivel de empleos. Por otro lado, la ley procura debilitar al Gobierno y abrir una oportunidad para el Frente para la Victoria, fortaleciendo su aspiración a ser la cabeza de una bancada opositora más cohesionada y combativa. En la política argentina funciona una ley histórica: cuando a un gobierno no peronista le va bien, el peronismo tiende a dispersarse y afloran nuevos proyectos de liderazgos más competitivos que buscan adaptarse a las nuevas condiciones; cuando ese gobierno tiene problemas, el peronismo tiende a cerrar filas y se torna obstruccionista.

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El destino del proyecto de ley es todavía incierto. El Gobierno llegó, con el corazón en la boca, a evitar la votación que hubiera sancionado la ley y lo hubiera forzado a acatarla o a vetarla, en ambos casos pagando un alto precio político. Para alcanzar ese resultado fue esencial el papel que jugó el Frente Renovador; el Gobierno lo necesita, mientras la oposición busca seducirlo. El Gobierno deberá volver al enfoque que sostenía meses atrás, cuando se mostraba dispuesto a concertar acuerdos políticos puntuales con fuerzas opositoras y sobre todo con los gobernadores peronistas, tironeados entre las presiones de su partido y las necesidades de sus distritos. Si se llegó a este punto con la ley de despidos es precisamente porque el Gobierno fue inconsistente en esa línea de gobernar mediante acuerdos. No le gusta aceptar que es un gobierno débil que sólo puede gobernar mediante acuerdos. De nuevo, es útil escuchar a los obispos: Argentina necesita más diálogo.

Clima. En esta Argentina complicada, en un contexto como el actual signado por la “estanflación”, donde parece que “todos se quejan”, no puede esperarse un clima social complaciente y confiado. Cada individuo puede sentirse más optimista o más pesimista, pero el presente es duro para todos. El mayor desafío es lograr la reactivación de la economía. Para lograrla, más que un buen clima político se requieren certidumbre, reglas claras y previsibilidad. Está bien que el Gobierno muestre buena voluntad y buenas intenciones, pero más importante es que actúe como artífice de esas reglas y asegure gobernabilidad.

Si en algún momento se advierte que los votantes están volviendo a modificar sus preferencias políticas y el Gobierno pierde apoyos, el clima estará dominado por esa percepción. Bajo ese escenario, 2017 –un año decisivo para el futuro del gobierno de Macri– sería un año electoral difícil. Revertir una caída en la confianza no es imposible, pero costaría mucho: la confianza se pierde rápidamente, pero recuperarla es lento y trabajoso. Cristina Fernández lo logró en 2010, y bastante antes de la muerte de Néstor Kirchner. Su pico más bajo de aprobación en las encuestas se alcanzó en diciembre de 2009, cuando perforó el umbral del 30%. Fue revertido a partir de entonces gracias a la recuperación económica y se mantuvo hasta la elección presidencial de 2011. La lección es clara; ¡es la economía, no la buena voluntad!