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falacias

Crímenes y pecadores

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Hace unos años, buscando información para una novela pasé un fin de semana viendo cómo los ricos vivían su vida de ocios. Pileta, asado, buen vino, cuerpitos de gimnasio tostándose en reposeras ergonómicas. Pero la realidad de una dicha confortable se parecía bastante al infierno de un paraíso extático, se hamacaba en oleaditas de aburrimiento hasta que la cortó una narración. El dueño de la casa quinta me contó que entre semana unos muchachos grandotes y provistos de armas largas habían entrado y se presentaron ante el casero y dijeron que querían hablar con el patrón. Temblando, el casero dijo que no estaba y los tipos dijeron decile que pasamos y se fueron, sin tocarle ni un vintén. 

Habiendo escuchado el relato, le pregunté cuándo pensaba vender la quinta y el dueño me contestó que ese sólo había sido el primer paso, que el recorrido aquel debía haberse realizado por todo el barrio, y que de seguro pronto montarían una agencia de seguridad. Cosa que efectivamente ocurrió. El capitalismo es inmensamente productivo porque convierte cada problema en un negocio y en países como el nuestro fabrica los problemas para volverlos una oportunidad. El problema de los justicieros por mano propia es que creen en soluciones definitivas como quien cree en un Dios que lo arregla todo, y no que hay asuntos que se deben afrontar con una lógica distinta del pacto criminal. Si la ley del talión desapareció del programa de instrumentación de justicia es porque sólo la diferencia entre la perpetración de un crimen y el uso de un instrumento de castigo evita el espiral infinito de venganza que comienza con una transgresión y termina con la eliminación mutua de la humanidad. En una intervención televisiva durante el apogeo de la moda viral de los linchamientos, Martín Böhmer explicó la falacia de esa lógica: si quince personas matan a las patadas a un chorro callejero, la cuenta no da cero crimen, sino un asesinato y quince criminales. Desde luego que esos quince pueden ser (o no) humillados y ofendidos por la cotidianeidad, eventuales víctimas de asaltos, atracos y violencias varias, pero también es cierto que el objeto de su ira resulta el último orejón del tarro delincuencial, el chorro que arrebata y raja. Su desventaja es doble: está cara a cara frente al objeto de su acto,  y el hecho de no recurrir de inmediato a su arma lo vuelve en apariencia carente de peligrosidad. La demanda de falta de intervención del Estado termina siendo una falacia: hay Estado en todas partes; simplemente, funciona mal.