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Crisis europea

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Salvo a la larga hora de la siesta, cuando un sol inclemente recuerda que Madrid es el centro de la terrible estepa castellana, la plaza de Chueca es una romería de gente. Ingleses, alemanes y franceses de clase media van y vienen con sus valijas para cabina de aerolínea de bajo costo. Los cubanos y los colombianos tarjetean en las esquinas para conseguir que uno entre al bar para el cual ellos trabajan.

En la plaza misma, es imposible conseguir una mesa sin acechar durante horas. Caminando hasta Malasaña, el espectáculo es más familiar: miles de personas ocupando las plazas, caminando por las calles (la peatonal Fuencarral produce asfixia y paranoia, tantas son las cabezas que la saturan), comprando en las tiendas de marcas internacionales (Muji, Camper) o en los chinos de todo por un euro. Entrar a los museos es una pesadilla que sólo puede sortearse con credenciales periodísticas, y eso para qué: una vez más, cabezas amontonadas entre uno y Goya o El Bosco.

Los efectos de la crisis europea que azotó el Reino de España a partir de 2008 han dejado de notarse a simple vista, o, más bien, nunca fueron así de evidentes porque lo que se llama crisis, aquí y en cualquier lado, no es sino el hundimiento en la miseria de los más pobres, los migrantes, los sin patria, aquellos cuyas voces no forman parte del concierto europeo. Astucias del capitalismo, que un día de éstos nos pillará distraídos y nos arrastrará hacia el pozo donde los desheredados y desesperanzados se matan entre ellos.