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torrente de palabras que no seducen

Cristina: un discurso populista para una multitud de clientes

Las encuestas coinciden en que, en apenas dos años, la imagen de la presidenta Cristina Kirchner se desbarrancó unos 40 puntos porcentuales, un deterioro que también afecta a su marido. Según el experto Eliseo Verón, estos números indican “una fuerte decepción”, que no será tan fácil de revertir en lo que resta del mandato porque la Presidenta insiste en el error de hablar mucho sin un pensamiento político, una repetición que la aleja cada vez más de la gente.

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Las encuestas de imagen son múltiples y variadas en el detalle pero, si consideramos el conjunto del período de ejercicio de la función presidencial, los resultados globales son prácticamente los mismos. Valen entonces dos ejemplos cualesquiera.

Según el CEOP, en noviembre de 2007 la presidenta electa tenía, poco antes de asumir, el 66% de imagen positiva y el 20,1% de imagen negativa. En octubre de 2009, de acuerdo a una encuesta de Management & Fit, Cristina Fernández de Kirchner registraba el 59,8% de imagen negativa y el 26,7% de imagen positiva. En 2007, sólo su marido la superaba del lado positivo, y actualmente ocurre lo mismo, pero del lado negativo.

Son resultados a nivel nacional. Y como esta rotunda transformación de lo positivo en negativo pone en juego alrededor de dos tercios de la opinión o sea, no se explica por movimientos en los márgenes, no parece descabellado pensar que este cambio está asociado a procesos afectivos intensos en la ciudadanía: a una fuerte decepción, a una desilusión. (Solemos olvidar que los afectos son importantes en política.)

Cuando se discute del alcance y el significado de las encuestas a lo largo de una gestión de gobierno, se acostumbra limitar el peso de las cuestiones de imagen insistiendo (con razón) en que responder a un cuestionario de opinión es un comportamiento muy distinto que ejercer la responsabilidad de ciudadano a través del voto. Bueno, las elecciones del 28 de junio mostraron una fuerte coherencia, en este caso, entre los factores de imagen y la evaluación propiamente política de la gestión.

Que un gobierno se encuentre en una situación como la que enfrenta el Gobierno argentino desde las últimas elecciones legislativas sería considerado, en cualquier país del mundo, como una circunstancia difícil, y llevaría a esperar de su parte algún tipo de respuesta adaptativa, una búsqueda de nuevos modos de contacto con la sociedad; iniciativas, por decirlo en términos muy generales, destinadas a mejorar la situación.Más allá de una fuerte desilusión, lo que ha generado, me parece, un trauma inédito en la ciudadanía y sorpresa en el resto del mundo es el modo en que el Gobierno ha reaccionado ante la coyuntura.

Múltiples calificativos se pueden usar (y se han usado) para describirlo: ceguera, negación, huida hacia delante, indiferencia, represalia. Se trata probablemente de una combinación complicada de todas esas cosas y algunas más.

También se pueden hacer (y se han hecho) lecturas tácticas –algunas casi admirativas– relativas a la capacidad de los Kirchner para recuperar poder después de la flagrante derrota de las legislativas, capacidad que contrasta con la confusión generalizada en el campo de la oposición y con las idas y vueltas interminables de sus principales dirigentes.

Sea como fuere, está claro que el “clima” general de la coyuntura lo ha seguido determinando el Ejecutivo y que sus modos de operar tienen un desdichado común denominador: la sistemática destrucción de la dimensión propiamente política de una gestión gubernamental, inseparable, en este caso, de una explícita descalificación de los mecanismos republicanos de la representación. El absurdo preelectoral de las candidaturas “testimoniales” se complementó con la corrida post electoral para hacer pasar en el Congreso, antes de quedar en minoría legislativa, leyes mal discutidas y con objetivos cuando menos dudosos.

Todo ha sido dicho y esto también: después de la crisis de 2001, se abrió un período de creciente estabilidad, acompañado de una situación económica internacional excepcionalmente favorable. Era el momento, por fin, de comenzar a reforzar las instituciones y de abrir la discusión, siempre postergada, sobre políticas públicas susceptibles de recoger amplios consensos.

Esta ha sido la nueva ocasión perdida. ¿Pero por qué? Limitarse a concluir que los Kirchner son los malos de la película no me parece satisfactorio, porque implica reducir la dinámica política argentina de los últimos años a un anecdotario personalizado.

Desde cierto punto de vista, la metodología de gestión gubernamental kirchnerista puede ser considerada un caso particular de una tendencia más general (que algunos politólogos asocian al resurgimiento de un cierto “populismo”), que se manifiesta en distintos países bajo la forma de una acentuación del presidencialismo.

El tema fue largamente discutido en un coloquio sobre la función presidencial realizado en Japaratinga, Brasil, al que aludí en una columna de este mismo diario hace algunas semanas.

Un caso típico de acentuación del presidencialismo es el que resulta de una creciente mediatización de la figura presidencial, que hace posible que el Ejecutivo ejerza su poder, al menos en parte, por fuera de los marcos institucionales. O sea: la figura presidencial despliega modalidades no institucionales de influencia y de toma de decisiones, a través de un manejo de los medios de comunicación que le otorga una presencia extremadamente fuerte en el espacio público. Ejemplos típicos de esta modalidad son los casos de Sarkozy, Berlusconi y Chávez.

Es interesante entonces notar, a este respecto, que la exacerbación del poder presidencial puede tener lugar tanto en un régimen parlamentario (Italia) cuanto en un sistema presidencial con un “jefe de gobierno” que es el primer ministro (Francia) o en un régimen presidencial clásico, por decirlo así, que va derivando hacia un liderazgo de estilo castrista (Venezuela).

En cualquiera de estos casos, lo decisivo parece ser entonces una estrategia adecuada de manejo de los medios “masivos” tradicionales, independientemente de las características específicas del dispositivo republicano.

Con mayor o menor sutileza, en los tres casos están presentes ciertos rasgos “populistas”: la búsqueda de una relación directa con “el pueblo”, la voluntad del ocupante de la posición suprema de interpretar, por sí mismo, lo que la ciudadanía quiere o espera, eludiendo las mediaciones deformantes, interesadas, engañosas, del periodismo profesional. Berlusconi es además, claro, un ejemplo extremo de concentración del poder presidencial junto con un control, directo o indirecto, de la televisión italiana, y en el caso de Chávez son bien conocidas sus reiteradas actitudes de intimidación a los medios informativos independientes. Sea cual fuere la opinión política que se pueda tener de ellos, Sarkozy, Berlusconi y Chávez pueden ser considerados, globalmente, como presidencialismos mediáticamente exitosos.

La situación argentina es, desde este punto de vista, anómalo. Por un lado, la actitud sistemática de enfrentamiento con los medios informativos, que ha caracterizado la gestión de Cristina Fernández de Kirchner desde su inicio, fue generando un clima claramente desfavorable a la construcción de la figura presidencial. Se podría pensar que, justamente, ese carácter sistemático indica una característica discursiva que forma parte de alguna estrategia.

Sin embargo, el agitado procedimiento puesto en marcha para promulgar la nueva Ley de Medios parece más bien haber sido resultado de una decisión apresurada, tomada a la luz de la derrota electoral, y resulta difícilmente justificable desde un punto de vista estratégico. Los supuestos “frutos” de esa ley, suponiendo que termine facilitando el control de los medios por parte del Gobierno, sólo podrían hacerse sentir en el mediano plazo, mediano plazo más que incierto para el kirchnerismo y, de todos modos, en términos de factores de imagen de la figura presidencial, los datos muestran que el mal está hecho, y sería francamente ingenuo suponer que una ley de medios podría tener alguna eficacia para “remontar”, en un tiempo razonable, es decir, políticamente pertinente, la imagen negativa del Gobierno. Por otro lado, la producción discursiva de la señora presidenta tiene algo de profundamente inquietante.

En primer lugar, su volumen: a lo largo de sus dos años de gestión, acumula (en una estimación aproximada, que puede tener un margen importante de error) más de seiscientos discursos.

Es una corriente discursiva ininterrumpida, continua, desbordante, cerrada sobre sí misma y extremadamente homogénea, que produce en última instancia una extraña sensación de autismo. Ya se trate del envío al Congreso de la Ley de Medios, de un almuerzo en homenaje al presidente de Israel, del Congreso Internacional sobre las células madre, de la inauguración de una turbina en la central termoeléctrica de Campana (discurso que fue el objeto de mi primera columna en este diario, publicada el 24 de mayo de 2008), de la asignación universal por hijo de la ANSES o de una reunión del Mercosur, hay una suerte de dispositivo básico que se repite una y otra vez: Cristina, la Presidenta, enunciadora en primera persona, pedagoga llena de buenas intenciones y compenetrada con su función, les habla a los argentinos insistiendo en la absoluta excepcionalidad histórica de su acción de gobierno. No he leído, claro, los seiscientos discursos. Algunas docenas tal vez, y muchos de manera fragmentaria. Pero de todos modos, y para decirlo de una manera brutal: ¿a quién le importa? O si se prefiere: ¿a quién le habla Cristina Fernández de Kirchner?

Sin duda, una posible respuesta sería: al pueblo. Pero el pueblo implícito en sus discursos es un pueblo genérico, un pueblo sin rostro, un pueblo políticamente anónimo. La masa discursiva de la señora Presidenta no tiene matices, no presenta inflexiones, se adapta a la circunstancia específica de una manera puramente descriptiva. Y a lo largo de la gestión no hay desarrollo discursivo, no hay encadenamiento progresivo de decisiones gubernamentales, es decir, no hay una lógica que se desenvuelva en el tiempo.En suma, no hay pensamiento político.

Hay sí, en la mayoría de los discursos, un momento de exabrupto o de agresividad contra enemigos que se dan por conocidos, aunque no se consiga entender por qué no están de acuerdo con una señora tan razonable. Sí, hay algo de inquietante en el modo de comunicar del Gobierno. Porque no hay estrategia visible, pero tampoco produce una sensación de improvisación.

Creo que el secreto es que se trata de un discurso de inspiración populista, pero construido para una multitud compuesta de clientes, no de militantes. Lo cual es perfectamente paradójico.


*Profesor plenario de la Universidad de San Andrés.