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Críticos y reseñas

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De las cosas que más me gustan de la literatura es que no avanza, no progresa, vuelve una y otra vez sobre los mismos temas. Una de las afirmaciones que se repiten cada veinte o treinta años es la de la muerte de la crítica. ¿Murió la crítica? Seguramente sí, y eso también es fantástico. Mientras que la tecnología nace siempre vieja (el último gadget es en vedad el penúltimo, la próxima versión está ya lista para hacer envejecer a la anterior), la literatura muere siempre joven. Y la crítica literaria muere también con ella. La crítica podría afirmar como Sylvia Plath: “Morir es un arte, como cualquier otra cosa, y yo lo sé hacer excepcionalmente bien”. No pasa semana sin que afirmemos que no hay más crítica literaria, que ya no se encuentra ni en las revistas ni los diarios –la crítica literaria en el espacio público–, tampoco en libros de crítica –la crítica en el mercado–, ni mucho menos en la academia –la crítica encerrada en el claustro–. Puede ser. Pero, desde más allá de la muerte, sigo encontrando críticos literarios a los que leo regularmente. Zombies de una época pretérita, restos arqueológicos, jurásicos de la erudición, uno de ellos es Francisco Solano, comentarista de libros en Babelia, suplemento de El País de Madrid. Por supuesto que no siempre comparto sus juicios (como en el caso de su reseña acerca de El genuino sabor, de Mercedes Cebrián, a la que encontré demasiado severa), sin mencionar sus artículos sobre libros que no he leído y que me impiden hacerme una idea personal de su apreciación. Compartir o no la valoración de un libro con el crítico es irrelevante. Lo que vuelve interesante a un crítico que se desempeña en un periódico son dos aspectos, casi siempre presentes en Solano: una aguda capacidad de lectura bien pegada al texto y, a la vez, una estrategia de posicionamiento –en su caso, frente a la “nueva narrativa española”– basada en una mirada coherente, en una capacidad de reconstrucción del contexto del libro comentado, del horizonte de discusión en el que se inserta ese libro. Cuando eso ocurre –pero ocurre tan poco, hélas– se pueden leer las reseñas de un crítico incluso como una serie programática. El sábado 18 de octubre, Solano publicó un comentario sobre Y el cielo era una bestia –novela que he leído recientemente–, de Robert Juan-Cantavella, con el que, en este caso, coincido palabra por palabra. A mí tampoco me gustó la novela, aunque eso no viene al caso ahora. Porque lo que vale la pena resaltar es una frase del texto de Solano, un párrafo bien curioso por lo inusual de este tipo de afirmaciones: “Pocas veces se puede vindicar, sin temor al error, la necesidad de una intervención ajena que corrija la desmesura del autor”. En mi opinión, Solano intenta sugerir que Juan-Cantavella debería haberles pasado primero el manuscrito a un par de amigos intelectualmente honestos (como Flaubert con Maxime du Camp y Louis Bouilhet), pero sobre todo parece reclamar la intervención profesional del editor. Es una sugerencia que nos permite pensar más allá de esta novela –que salió en una editorial que en general publica buenos libros– para desembocar en la pregunta por el lugar del editor en la actualidad, cada vez más camuflado en gerente de marketing o en trend hunter. ¿Leen todavía los editores? Difícil saberlo.