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contradicciones

Cuatrocientos años

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Los diccionarios son cosa maravillosa y diría milagrosa. Cuando yo era niña, sí: ayer nomás. O mejor, anteayer. Cuando yo era niña, decíamos, se nos enseñaba muy temprano el uso del diccionario y si una era simplemente un poco avispada, se daba cuenta de lo que tenía entre manos y trataba de trasladarlo aquí, aquí arriba, dentro de la caja craneana y mejor, también dentro de la caja torácica (no por nada a los críos chiquitos sin  distinción de sexo, les encantan las cajas: todavía no lo saben pero sienten que habrá en sus vidas cosas que tendrán que atesorar, ¿me sigue?). Comparto con muchos colegas el amor por los diccionarios. Y con no colegas también: con gente que tiene ese ímpetu indeleble e inalterable que es la curiosidad intelectual. Esto para contarle que encontré en el diccionario de Messer de Covarrubias esta perla: “Gobernarse uno bien es vivir concertada y cuerdamente, lo que muchas veces falta en los que gobiernan a otros”. Esto se dijo y se escribió hace cuatro siglos, cuatro. Cuatrocientos años. Caramba, ¿cuándo fue que nos estancamos? ¿Cómo es posible que oigamos la voz de un señor que vivió y escribió allá por los mil seiscientos y reconozcamos lo que nos dice como si nos estuviera hablando hoy a la mañana? Entonces, ¿no hemos dado ni un paso hacia delante y hacia lo profundo? No, no me diga que esto de no saber gobernar(se) es un rasgo esencial y básico en el ser humano y que por lo tanto no ha cambiado, no cambia, no cambiará. Ah, no, mi querida señora; no, mi estimado señor. En primer lugar, dudo de que haya rasgos básicos y esenciales en las personas. En segundo lugar, lo que sé, lo que aprendí de gente que sabe muchísimo más que yo, es que somos cambio perpetuo. Somos contradicción, somos duda, somos cambio. ¿Es que hay alguien que  confiese y se envanezca de no  ser eso, de ser seguro e inmutable? Y, sí: hay o hubo y sería de desear que no lo hubiera. Imagine a un tipo de uniforme en su ropa y en sus circunvoluciones cerebrales, un tipo que está convencido de ser perfecto y que por lo tanto va derivando poco a poco o de repente nomás al desprecio por los otros, un tipo que va a defender lo suyo como si defendiera su vida (sí, sí, puede ser una tipa). Imagínelo a la puerta de los cuarteles o mejor a la reja de una entrada que dice arriba: “El trabajo os hará libres”. Y eso, hace cincuenta años, veinte, diez, hoy. Y tiemble, querida señora.