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Cuentos japoneses

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No leo a Murakami ni a Banana Yoshimoto. Mi jardín privado de escritores japoneses se cultiva en la primera mitad del siglo XX. De ellos, mi favorito es Junichiro Tanizaki. Cada tanto, en algún libro le mando un tímido saludito a la distancia nubosa e imprecisable en la que se encuentra; vi también que algo similar hacen o hicieron Sergio Bizzio y César Aira. Por supuesto, quien sabe todo sobre Tanizaki como sabe todo sobre casi todo es Luis Chitarroni, que en su momento supo publicarle La historia secreta del señor de Musashi, relato inapreciable que podía encontrarse a valor depreciado en las salderías de la avenida Corrientes. Y aún sigo preguntándome a quién le presté los extraordinarios Cuentos crueles y su vasta y monumental novela Las hermanas Makioka. Haría falta quizá una relectura de su Historia de Shunkin para que el imperio de lo políticamente correcto pudiera admitir que el sadismo no es patrón exclusivo de los hombres ni la sumisión a la violencia condena del universo femenino. Tanizaki es el autor del crepúsculo de la oriental belleza discreta, una suma ateológica de inteligencia, extenuación de los elementos narrativos y secretos ritos de pasaje entre la evocación de archivo historiográfico, sexo, perversidad y goce: la celebración sentida que en su fuero interno la alta cultura rinde a la barbarie. Segundo en mi lista se encuentra Yasunari Kawabata con Lo bello y lo triste y La partida de go; a veces, su delicadeza me hace pensar que hasta podría incluso ser mejor escritor que el precedente, aunque es claro que los autores no son mejores y peores: son distintos. (En mi temprana adolescencia se me planteaba el mismo dilema entre Salgari y Verne; mi favorito era Salgari, mi sospecha por la primacía se inclinaba por Verne. Apenas me planteaba esa absurda comparación, volvía a releer a Salgari “para no traicionarlo”). Después, en mi consideración, se presenta Yukio Mishima: no por su obra, que aprecio pero me parece un poco demasiado cercana a las poéticas decadentistas francesas, sino por su gesto absoluto, su seppuku en nombre de una causa perdida de antemano. Sería el momento de recomendar ahora La causa justa de Osvaldo Lamborghini, que inventó el monólogo interior japonés en lengua argentina. El cuarto es Ryunosuke Akutagawa, que cuenta siete versiones de una misma historia y anticipa la disputa por la inapresable verdad en la política argentina.