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Cuestión de mujer

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La mujer más sabia que he conocido durante este viaje, la rajkumari Amrit Kaur, hija del rajá de Kapurthala, secretaria de Gandhi durante dieciséis años y, durante otros cinco, reclusa de una prisión de Delhi, me dijo un día que las mujeres son iguales en todo el mundo, no importa la raza o el clima o la religión a los que pertenezcan, porque la naturaleza humana es la misma en todas partes y el mundo es cada vez más igual: sin color y sin sorpresas. En esto último la maharaní sí llevaba razón.

En la jungla de Negeri Sembilan [Malasia] se monta en bicicleta y se cose a máquina; en los harenes de Yemen se usa el teléfono; a los pies de las antiguas estatuas de Buda se construyen rascacielos y fábricas de Pepsi Cola; en la jungla urbana de Shau Kei Wan, China, se silban las cancioncillas de un italiano llamado Domenico Modugno; y, prácticamente en todas las partes del mundo, las mujeres aprenden a imitar nuestros feos vestidos europeos, nuestros estúpidos zapatos de tacón, nuestra absurda manía de competir con los hombres: se hacen policías, llegan a ministras, se sienten felices disparando con bazooka. Y, sin embargo, por muchos modelos franceses que se puedan vender en los almacenes de Tokio, por muchas teorías feministas que se puedan vocear en los mítines de Bombay, por muchas academias militares que se puedan abrir en Pekín o en Ankara, no es cierto que las mujeres sean iguales en todo el mundo. He visto, durante este viaje, a mujeres de todo tipo. He visto a maharanís destronadas que aún poseen kilos de esmeraldas, guardados en cofres de marfil, que ninguna reforma social conseguirá incautar jamás, y he visto a las prostitutas de Hong Kong que, por diez dólares, venden su cuerpo y su dulzura a europeos sedientos de exotismo. He visto a las matriarcas malayas, las felices supervivientes de una comunidad en la que a los hombres no se les concede más importancia que la que se le da a un grano de arroz, y he visto a musulmanas cuyas vidas valen menos que las de una vaca o un camello. He visto a mujeres que pilotan aviones a reacción por los cielos de Eskisehir [Turquía], y he visto a las geishas de Kyoto que, a los doce años, aprenden a complacer a los ricos en las casas de té. He visto a princesas ataviadas con kimono, hijas de un emperador que desciende del Sol, casadas con empleados de banco que ganan cuarenta mil liras al mes, y he visto a las últimas polinesiasa de Hawai que, en medio del océano Pacífico, ya convertidas en ciudadanas de los Estados Unidos, sueñan con hacer carrera en Nueva York. Pero ninguna de ellas era igual.

En el mundo existen mujeres que, aún ahora, viven tras la tupida neblina de un velo que, más que un velo, es una sábana que las cubre desde la cabeza a los pies, como si fuera un sudario, para mantenerlas ocultas a la vista de cualquier hombre que no sea su marido, un niño o un esclavo castrado. Esa sábana, da igual cómo se llame, si purdah o burka o pushi o kulle o djellabah, tiene dos orificios a la altura de los ojos o una especie de rejilla de dos centímetros de altura y seis de ancho, y es a través de esos orificios o de esa rejilla por donde las mujeres miran el cielo y a la gente: como si miraran a través de los barrotes de una cárcel. Esta cárcel se extiende desde el océano Atlántico hasta el océano Indico, recorriendo Marruecos, Argelia, Nigeria, Libia, Egipto, Siria, Líbano, Iraq, Irán, Jordania, Arabia Saudí, Afganistán, Pakistán, Indonesia: el mundo del islam. Y aunque todo el islam se vea ahora sacudido por los vientos de la rebeldía y el progreso, las normas que rigen para las mujeres son las mismas e inmutables reglas que regían hace siglos: el hombre es su dueño y señor y a ellas se las considera unos seres tan inútiles e insignificantes que, a veces, cuando nacen, ni siquiera son inscriptas en el Registro Civil.

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Con frecuencia, carecen de apellido, y de carné de identidad porque hacerles fotos está prohibido, y ninguna de ellas conoce el significado de esa extraña cosa a la que en Occidente llaman amor. El hombre que las toma como esposas, mejor dicho, como a una de sus esposas, las compra mediante un contrato, igual que se compra una vaca o un camello, y ellas no pueden elegirlo, o rechazarlo, o verlo antes de que él entre en la alcoba y las posea sexualmente. Fue el caso de la pequeña novia sin nombre ni dirección ni voz que vi en Karachi [Pakistán], la noche de su boda. Había ido a Karachi porque quería escribir sobre las mujeres musulmanas. Eran las diez de la noche y me encontraba en el jardín del Beach Luxury Hotel cuando la vi. Al principio, no me di cuenta de que era una mujer porque, desde lejos, no me parecía una mujer: me explico, no me parecía un ser humano, con una cara, un cuerpo, dos brazos y dos piernas. Me parecía un objeto inanimado, un fardo frágil e informe que unos hombres vestidos de blanco transportaban hacia la salida del hotel con extremo cuidado, como si tuviesen miedo de que se rompiera. El fardo estaba cubierto, como las estatuas en Occidente antes de que las inauguren, por un cortinón de tela, una tela roja, de un rojo chillón y color sangre, interrumpido por bordados de oro y plata que, a la luz de los faroles que colgaban de las palmeras, refulgían con un brillo ligeramente siniestro. Por fuera de aquel fardo rojo con bordados de oro y plata no se veía nada. No se veían manos, ni pies, ni una sola forma que recordase a las formas de un ser vivo. Y, sin embargo, el fardo se movía. Lentísimamente, como una larva que se arrastra hacia un agujero sin saber qué la aguarda dentro del agujero. Detrás del paquete caminaba un joven, de cara tersa y redonda, con una guirnalda de flores, vestido con una casaca de damasco dorado y pantalones dorados ceñidos a los muslos y a los tobillos, según la costumbre de los paquistaníes y los indios. Le seguían más hombres, algunos vestidos como él, pero de blanco, otros a la europea. Luego iban unas cuantas mujeres con sari, y el cortejo avanzaba sin ruido, o palabras, o risas, o un poco de música: como si fuera un funeral. Sólo se escuchaba el graznido de los cuervos, revoloteando sobre el fardo. Pero el fardo ni se inmutaba por ellos, como le pasaría a un fardo que ni oye ni ve.

*Escritora. Fragmento del libro Las raíces del odio, editorial El Ateneo.