COLUMNISTAS

Cuestión de tiempo

El ingeniero Mauricio Macri, nuestro jefe de Gobierno, vive sabidamente en el pecado.

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El ingeniero Mauricio Macri, nuestro jefe de Gobierno, vive sabidamente en el pecado. Por empezar es rico, por lo que más fácil será que pase un camello por el ojo de una aguja y no que entre él en el reino de los cielos. Su fortuna ha condenado su alma, aunque dicha fortuna no la haya ganado con el sudor de su frente, que suda tan sólo en situaciones de nervios (tampoco ese mandato acató de las Sagradas Escrituras: no ganó con su sudor su pan). Pero es pecador no solamente por eso, sino también, y sobre todo, porque se ha divorciado, cosa que está tremendamente prohibida: lo que Dios ha unido, el hombre no debe separar. Y él, el hombre, separó a Isabel Menditeguy, o bien se separó de ella; incurrió también con eso en pecado concreto y certero, propició también con eso un destino de ardor en las llamas implacables del infierno.

Habrá pensado en estas cosas, o en otras muy parecidas, el benemérito cardenal Jorge Bergoglio, cuando lo vio acercarse el otro día. Los hombres rectos, y él no puede sino serlo, distinguen siempre a los pecadores. Macri cruzó la calle al trote: la sede de su poder, que es apenas el que los ciudadanos de Buenos Aires le confirieron transitoriamente, dista unos treinta o cuarenta metros de la sede del poder de Bergoglio, que es divino y perenne, eterno y trascendental, inmaterial y celeste. Macri acudió con paso presto: se había armado lío y quería arreglarlo pronto. Lo propio de los jefes no es ir, sino hacer venir; pero a veces hay que admitir una excepción a la regla, y éste era el caso. La ofuscación del cardenal ameritaba tal diligencia.

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Imagino al padre Bergoglio pispeando tras los visillos para espiar la llegada del jefe de Gobierno de la Ciudad, a sabiendas de que con él espiar es proceder admitido. Esperaba otra cosa de este señor, de este político; por lo pronto que apelara, dado su cargo, el fallo judicial que en su jurisdicción daba vía libre a un casamiento aberrante y nefando: boda de señor con señor. Mauricio lo defraudó, dejó hacer, no intervino para nada. Habrá pensado también el cardenal, ecuánime y ceremonioso, que al fin de cuentas hay pecados y pecados, y los de Macri no eran tan graves: la fortuna y los divorcios son pecados negociables. No tenía por qué enlodarse validando perversiones de esta clase.

“Hay que hacer saltar el continuum de la historia”, proponía Walter Benjamin, y con esto se diría que en efecto ha saltado. Pero de una manera bien rara, porque un pedazo de medioevo parece haberse incrustado en pleno 2009. El cardenal Bergoglio considera que la unión matrimonial, aunque sea civil y no religiosa, de dama con dama o de caballero con caballero, hará colapsar el orden social de Occidente. Coincide raramente en este parecer con algunos teóricos recalcitrantes de ciertas líneas de estudios queer que pensaban algo semejante: que con dicha clase de vínculos, aunque no en un matrimonio, se pondría en crisis esta sociedad por entero, su orden primigenio, su propio sistema de valores. Pero no es así, no es para tanto. El mundo es ancho y enorme, y hay de todo en la viña del Señor: gente que se quiere así y gente que se quiere asá. Macri razonó también de este modo y Bergoglio lo recibe en su santa sede para hacerle saber que no esperaba una postura de esta especie por parte de un jefe de Gobierno tan atildado y conservador.

Lo que sucede es que Macri puede ser un conservador, pero un conservador contemporáneo: un conservador de esta era, un conservador de estos siglos. Su viaje a pie hasta la oficina de enfrente le habrá resultado por eso un viaje en el tiempo, además de serlo en el espacio; un viaje al pasado como esos que acontecían en aquella vieja serie con un túnel alucinatorio, una especie de ruleta cronológica que permitía trasladarse hasta otras épocas, a veces muy remotas. Es cuestión de tiempo, efectivamente, es pura cuestión de tiempo; por eso Axel Freyre, que es uno de los novios de este casorio sin novia, ha dicho bien: “Podrán demorar la boda, pero no cancelarla”. Porque es una cuestión de tiempo, nada más. Alguna vez la Santa Iglesia pedirá perdón por estas cosas que hace. Eso sí, hay que tener paciencia; por ahora van por Galileo Galilei y por Giordano Bruno, y el caso de Darwin están empezando a considerarlo poquito a poco. Las disculpas que correspondan por meterse a decidir quién tiene que querer a quién, de qué modo y por cuánto tiempo, la recibirán tal vez nuestros choznos, si es que no unos parientes tan alejados que ni el nombre para designarlos existe.