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Decapitadores

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Es un regreso muy cruento a métodos arcaicos y salvajes, pero es lo que hay. Crucifixiones y decapitaciones han ingresado al torrente mediático cotidiano de este mundo. No hay derecho a asombrarse demasiado, porque era previsible; desde hace ya casi tres lustros en el mundo se despliega un muy evidente pero no admitido choque de civilizaciones. La difusión de un video que muestra la decapitación del periodista norteamericano James Foley fue proyectar un asesinato descomunal a una platea mundial. Los ejecutores, los terroristas de Estado Islámico, la colección de bandas terroristas abroqueladas en la milenaria Mesopotamia, que supo ser hasta hace pocos meses Siria e Irak, son medievales y fríos, pero no son analfabetos digitales. Libran su batalla bestial con cimitarras filosas, pero también explotando a fondo las maravillas de internet, ese invento de Occidente que ahora ayuda a que se congele la sangre de millones de personas que en sus hogares u oficinas presencian estos avatares del ridículamente llamado “fundamentalismo”.
Es en el marco de estas borracheras de criminalidad desaforada que ha hablado el Papa.

En su viaje de regreso a Roma tras haberse desplazado a Corea del Sur, Francisco pidió “detener” a estos terroristas, pero –eso sí– que no fuera mediante bombardeos. Las palabras de Jorge Mario Bergoglio merecen un debate, porque no se relacionan con preocupaciones eucarísticas ni con inquietudes pastorales. Habló de lo que está sucediendo en esas milenarias tierras de Irak y Siria, tras conocerse que los ataques aéreos norteamericanos en vigor desde el 8 de agosto por Barack Obama contra Estado Islámico ya son un centenar.

El Papa pide “detener” a los agresores. Sabe perfectamente que no se trata de un pequeño grupo de extraviados, exentos de recursos y carentes de bases de sustentación. Conoce muy bien que este contingente terrorista ocupa y se ha hecho fuerte en amplios fragmentos de territorio y que sus métodos son de un peculiar salvajismo como parte de su sangrienta misión de “islamizar” compulsivamente y, por consiguiente, aniquilar a las poblaciones y comunidades cristianas que han resistido hasta ahora en ese infierno del mundo. También han sufrido otras minorías, como los yazidíes, una etnia vinculada con el pueblo kurdo, además de musulmanes moderados o ajenos a la carnicería intersectaria que se viene espiralizando desde que las tropas de Estados Unidos fueron retiradas en 2011 de Irak, tras un clamoroso fracaso político y militar. Nada de esto puede ignorar el papa Francisco al asumir la corajuda y necesaria decisión de opinar sobre el tema.

Detener al agresor no es bombardearlo, proclama el Pontífice. ¿Cómo sería, entonces? Admite que él no tiene respuestas y, al hacerlo, hay que agradecerle su sinceridad, pero es legítimo preguntarse si su afirmación, al ser incompleta y angustiosa, sólo provoca desasosiego. La respuesta la tienen los decapitadores, los mismos que han crucificado cristianos, en un gesto de descomunal provocación religiosa, cultural y humana. El Vaticano, por fortuna, carece hoy de ejércitos y su Guardia Suiza es un delicado y melancólico souvenir de tiempos idos, cuando desde San Pedro se ejercía soberanía territorial sobre fragmentos de lo que hoy es Italia, entre el año 700 y 1870.

Relataba la semana pasada el semanario alemán Der Spiegel (“Cómo los combatientes de Estado Islámico amenazan al mundo. El Califato del miedo”) que en Raqqa, Siria, el “califato” de Estado Islámico ya es una realidad: “Todas las mujeres de la ciudad deben cubrirse con el velo niqab y tienen prohibido usar pantalones. A los ladrones capturados les cortan las manos y los opositores son crucificados o decapitados en público; imágenes de estos actos horripilantes luego se hacen circular por las redes sociales. Las pocas peluquerías aún abiertas deben tapar los retratos de mujeres en los envases de tintura para el pelo. Sólo se autorizan bodas sin música, y en los mercados de hacienda los animales carneados deben tener sus genitales cubiertos para que nadie albergue pensamientos desviados. Cualquier persona detenida en la calle durante una de las cinco plegarias diarias corre el riesgo de perder la vida”. Hay una evidencia: “Los yihadistas de Estado Islámico hacen realidad su fantasía de omnipotencia ‘en el nombre de Dios’”. Asesinan, torturan y obligan a las familias a que entreguen a sus hijas para casarlas con combatientes islamistas o, de lo contrario, matarlas. Militantes de Estado Islámico y sus predecesores han asesinado a incontables personas en los últimos años, y más de 160 mil han muerto desde que comenzó la guerra civil en Siria, “aun cuando sólo ahora el mundo esté despertándose”.

Foley, un fotoperiodista de 40 años, había nacido en New Hampshire y trabajaba por encargo del sitio web Global­ Post, de Boston. Ya había sido secuestrado en el norte de Siria casi dos años antes, mientras cubría la guerra civil en ese trágico país. Además, Foley permaneció cautivo en Libia durante 44 días, capturado por milicias leales al luego depuesto Muamar Kadafi. En esta ocasión, fue secuestrado en un camino cercano a la ciudad de Taftanaz, norte de Siria, el 22 de noviembre de 2012. Su decapitador, enmascarado y hablando a cámara antes de seccionarle la cabeza a Foley, hablaba un perfecto inglés de claro acento británico. Foley no es el primer periodista norteamericano decapitado por terroristas. Aún estremece el caso de Daniel Pearl, el corresponsal de The Wall Street Journal asesinado el 1º de febrero de 2002 de similar manera, en Pakistán, por el grupo yihadista Lashkar-e-Jhangvi, afiliado a Al Qaeda. El degüello de Pearl fue grabado por los asesinos y el video dio la vuelta al mundo.

El Papa debería abocarse a responder este interrogante. El mal existe, y la llamada “condición humana” incluye gente que degüella a sus prisioneros y graba sus macabros asesinatos para enorgullecerse ante el mundo. ¿Cómo “detenerlos”?