COLUMNISTAS
UN PAIS EN SERIO

Delivery de petróleo

La verdadera grieta no tiene epicentro en Argentina, mal que nos pese: está en Venezuela, pero llega al país pedaleando y todos participan del reparto.

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La verdadera grieta no tiene epicentro en Argentina, mal que nos pese: está en Venezuela, pero llega al país pedaleando y todos participan del reparto. | shutterstock

Son las once de la noche y sigo en mi oficina, escribiendo. Muero de hambre. Suena el timbre y voy ansioso a abrir la puerta. Es Carla.

—¿Qué te pasa? –me pregunta–. ¿Tanto te disgusta verme?

—No, es que estoy cansado, tengo hambre y no te esperaba –respondo, de muy mal humor–. ¿Por qué tocaste el timbre? ¿No tenías llave?

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—Pasaba por acá, vi luz y me llamó la atención. Por eso no entré directamente y toqué el timbre. Pero estás de un humor terrible, mejor me voy y te dejo solo con tu mala onda.

—¡No, esperá, no te vayas! –exclamo–. ¡Te necesito!

—¿Para qué? ¡Estás insoportable!

—Es que estoy cansado, tengo hambre y encima arrancó el año electoral y yo no sé de qué hablar en mi columna política de PERFIL.

—¿Cómo que no sabés de qué hablar? –se queja Carla–. ¡No hay otro tema posible en esta campaña! ¡La grieta!

—¿Otra vez Macri y Cristina? Me tiene un poco cansado esa grieta.

—¿Macri y Cristina? ¡Grieta menor! Esa es una grietita ridícula que se resuelve en una elección común y corriente. Yo hablo de una grieta de verdad, de algo que realmente divide a la sociedad.

—¿Qué grieta? –pregunto, algo desconcertado–. ¿La de las crocs de Macri contra las ojotas con media de Lavagna?

—¡No!, ¡nada que ver! –responde Carla–. Hablo de la mayor grieta que existe en el mundo occidental desde la caída del Muro de Berlín.

—¿O sea?

—¡Venezuela!

—¡Uy! –exclamo y es lo único que atino a decir–.

—¿Viste? Te quedaste sin palabras. Hace años que la sola mención a ese país sirve para pudrir cualquier reunión familiar, para aniquilar una mesa navideña.…

–Pero yo tengo que escribir una columna sobre las elecciones en la Argentina, no sobre Venezuela…

—¿Y vos te creés que no incide en la política argentina lo que está pasando en Venezuela? Tenés a dirigentes del kirchnerismo justificando una represión brutal. Tenés a

Macri avalando a un tipo que se autopercibe presidente solo porque Trump dijo que había que avalar a un tipo que se autopercibe presidente. Y tenés a un montón de gente que habla de república y de derechos humanos sin decir una

palabra de que se trata de uno de los países con mayores reservas de petróleo.

—¿Vos decís que el hecho de que el precio del petróleo esté en dólares puede tener algo que ver con todo esto? –pregunto.

—¡Sos un genio! –exclama Carla–. ¿Cómo te diste cuenta?

—¡Es el petróleo, estúpido!

—Me parece muy bien que te hables a vos mismo de esa manera –se burla Carla.

Me iba a quejar por la agresión, pero justo suena el timbre.

—¡La comida! –grito y corro hacia la puerta.

Abro la puerta, y un pibe de alrededor de veinte años me espera sentado en el asiento de la bici, con la bolsa con

la comida en una mano y la cuenta en la otra. Lleva la heladerita en forma de cubo, naranja flúo, en la espalda, como una mochila. Con la mano donde tiene la cuenta, chequea mensajes en su celular.

—Sus arepitas, señor –me dice, y me pasa la bolsa de plástico con la comida.

Me cobra, le doy una propina.

—Chévere –me dice.

El pibe se está por ir, cuando le pregunto:

—Disculpame, ¿de dónde sos?

—De Venezuela, señor –responde.

—¿Y cómo te llamás?

—Iusnavy.

—¿Hace mucho que te fuiste de tu país? –pregunto.

—Cinco meses.

—¿Por qué te fuiste?

—Porque allá la cosa estaba muy fea –responde el muchacho–. Ganaba apenas 150 millones de bolívares a la semana.

—¡Eras millonario!

—En bolívares, sí. Pero eso eran unos siete dólares. No podía comprar mucho, más que gasolina para el carro.

—¿Y aquí estás mejor?

—Sí, señor –responde–. Acá trabajo 14 horas por día y con eso puedo comprar algunas cosas sin tener que hacer cola.

—¿Y qué creés que…–intento preguntar, pero el muchacho venezolano me interrumpe.

—Disculpe, señor, pero no tengo tiempo. Debo entregar un pedido.

—Sí, disculpame, Iusnavy, andá –alcanzo a decirle.

Pero Iusnavy no me escucha. Después de interrumpirme, salió disparado en la bicicleta, por fuera de la bicisenda, para no tener que esperar que pasen un par de personas que venían andando en bici lentamente, escuchando música.

Me doy vuelta, cierro la puerta y me cruzo la mirada con Carla, que estuvo mirando toda la escena.

—Veo que hiciste un delivery de realidad política venezolana –me comenta, muy risueña.

—¿Sabés qué? Creo que mejor me voy a poner a escribir mi columna ya mismo.

—Lo bien que hacés –afirma Carla–. Más que comida, lo que pediste es material para escribir tu nueva columna política. Y veo que cumplieron.

—Sí, mejor me pongo a escribir. Además, se me fue el hambre. ¿Vos cenaste? –concluyo–. ¿No querés una arepa?