COLUMNISTAS

Desiguales en la muerte

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A mi modesto entender, se equivoca Rodolfo Nin Novoa, futuro canciller de la República Oriental del Uruguay, al atribuir a razones de recelo nacionalista la amplitud y la resonancia que el crimen de Lola Chomnalez está teniendo en los medios masivos de comunicación de nuestro país.

El otro día se preguntó, con evidente fastidio, si acaso el asesinato de una chica uruguaya en Argentina habría tenido también tamaña cobertura de prensa, en la presunción de que tan grande consternación periodística responde a la circunstancia de que una niña argentina fue muerta en suelo extranjero.

Me permito comentar que, en principio, Rodolfo Nin Novoa subestima la vastísima petulancia argentina. Petulancia por la cual no deja de percibirse, a menudo bajo la coartada de la fraternidad, al Uruguay como un desprendimiento argentino, una versión compactada y mejorada de un sueño argentino que, cruzando el río, se realiza milagrosamente. Un poco como la Maga, esa utopía hecha mujer en Rayuela, de Cortázar, que no por nada era uruguaya. Porque no hemos dejado de ser, en cierto modo, un avatar de aquellos unitarios contrarios a Rosas, que cruzaban al Uruguay para hacer posible la vida que, de este lado, no les resultaba posible.

A golpes de vanidad, y por complejo de superioridad principalmente, lo que es bueno en el Uruguay la Argentina se lo apropia: de algún lado tiene que salir la pretensión, camuflada de fraternidad nuevamente, de que Onetti o Mario Levrero, de que Leo Masliah o Zitarrosa, en cierta forma nos pertenecen. Y no es casual que una de las primeras utopías argentinas, Argirópolis, de Sarmiento, fuera a situarse tan luego en la isla Martín García, esto es, en un punto intermedio entre Argentina y Uruguay, entre lo que se es y lo que se quiere ser.

No se debe a un recelo nacionalista, entonces, que el crimen de Lola resuene tanto: se debe, más bien, a un estricto recelo de clase. Es sencilla la verificación de que decenas de chicas mueren en pueblos perdidos o barriadas pobres, víctimas de accidentes tétricos (otra chica de 15 años, ahogada, pero en Charata, Chaco, en estos mismos días) o de asesinatos alevosos (una chica matada a golpes en José León Suárez, en estos mismos días), y no hay tamaño estupor. O no hay estupor alguno: se supone que es parte de lo que podía pasar, casi podría decirse que es parte de lo que tarde o temprano tenía que pasar.

La muerte de Lola Chomnalez pertenece a una saga distinta, la misma que la de Angeles Rawson, por ejemplo, con la cual de hecho se la ha asociado en los medios. Y la muerte de Angeles Rawson se verificó en suelo argentino, más precisamente en Palermo. Para esas muertes no hay fatalismo, no hay naturalización resignada, no hay ningún efecto de inercia. Cunden las fotos que nos muestran eso que, en efecto, indudablemente ellas eran: chicas divinas, plenas de vida, puro futuro; chicas que, en resumen, no tenían que morir. Del que las mató no puede decirse, en estos casos, que acudió a ejecutar un destino: sólo es posible comprobar que vino a torcerlo.

Ocurre un poco como en El matadero, ese cuento ineludible escrito por un argentino que partió a morir en el Uruguay, Esteban Echeverría. Cuando en el matadero se suelta un lazo y por accidente degüella a un chico, el hecho es desde todo punto de vista horrendo: es cruel, es brutal, es feroz, es salvaje. Pero pronto queda de lado y la vida sigue como si tal cosa. Porque ese chico, aun siendo una víctima y aun siendo inocente, no deja de formar parte de ese mismo mundo cruel, brutal, feroz, salvaje. Una muerte así, por lo tanto, aunque espantosa, podía tocarle; no le era del todo extraña. En cambio, no puede decirse que la vida sigue (porque lo que no sigue es el cuento: el cuento concluye) cuando el que muere es el unitario, el educado, el irreprochable, el elegante, el ilustrado, el que no pertenecía a ese mundo y se metió ahí solo por error; o sea, en resumidas cuentas, el que murió pero no debía morir.

A veces damos en pensar, ante tantas desigualdades que hay en la vida, que la muerte nos asemeja: que la muerte es igualitaria. Para el que muere, muy probablemente es cierto. Para los que quedan y comentan, sin embargo, todo parece indicar que no.