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ensayo

Diálogo estimulante

En Filosofía para armar: Nietzsche, Benjamin y otros outsiders (Emecé), la filósofa Diana Sperling sugiere que su campo de acción es una conversación, un intercambio de ideas que, sin embargo, nunca llega a plantearse de forma definitiva, porque cada vez el resultado es diferente de todo lo anterior. También los postulados de Arendt, Spinoza, Kant, Freud y Derrida son diversos y permiten que cada uno saque sus propias conclusiones.

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Chispas, infinitesimales brillos que titilan. Quién dice que todo está perdido, cantaría Fito. Los grandes relatos, el sentido de la Historia han quedado, al igual que el espectro del padre de Hamlet, en harapos. El siglo XX mostró que la Totalidad, como el rey del cuento, estaba desnuda. Y que junto a las grandes conquistas del hombre y a los asombrosos descubrimientos de la ciencia se agitaba un manojo de espantos, injusticias y monstruosidades deformes. La Biblia y el calefón no se pueden aparear en un matrimonio coherente: siempre engendrarán seres temibles e insensatos. El progreso, tan afamado y loado, resultó un fiasco. “Todo monumento de cultura es a la vez un monumento de barbarie”, sentenció Benjamin en sus célebres escritos Sobre la filosofía de la historia. Claro, él escribía a la sombra del nazismo creciente, huyendo de las fuerzas hitlerianas y viviendo en carne propia el horror de una Europa que se había dejado hipnotizar por los cantos de sirena de la ciencia, el progreso y lo absoluto.
Pero Benjamin –al igual que muchos otros pensadores que citaremos en estas páginas– es digno hijo de Nietzsche, el gran loco que profetizó la debacle y abrió el camino para pensar “de otro modo que ser”, como diría Levinas. Es el loco que anuncia la muerte de Dios, justamente, personaje nietzscheano por excelencia (véase el aforismo 125 de La ciencia jovial), un ajustado álter ego del autor: ambos, escritor y personaje, vienen a decir lo que nadie está dispuesto a escuchar; vienen a conmover con un angustioso grito de alarma la impostada calma de un mundo agotado y autocomplaciente.
“Dios ha muerto”, dice el loco entrando en las iglesias a plena luz del día con su farol encendido, “y nosotros lo hemos matado”. “Dios ha muerto” quiere decir: lo que ha muerto es el sentido, la ilusión de totalidad y coherencia, la finalidad que le suponíamos al mundo y que justificaba sus absurdos y sus dolores, porque creíamos que no eran sino absurdos aparentes ya que todo encajaría finalmente en un conjunto armónico y dotado de significación. “Lo que el hombre no tolera –dice Nietzsche en su Genealogía de la moral– no es el sufrimiento, sino la falta de explicación del sufrimiento”. De modo que la muerte de Dios implica la ruptura, la pérdida de esa ilusión, el sentido de un final. Final terreno o ultraterreno, pero un broche que haga exclamar: ¡Ah, era por eso!, con lo que toda incertidumbre, toda sospecha acerca de la existencia, hallaría su consuelo y su solución.
Es Nietzsche, en efecto, el que corre el telón y deja a la vista la tramoya, el que señala con el dedo la máscara que cubre el rostro y dirige las miradas hacia ese cielo oscuro iluminado fugazmente por los fuegos de artificio. Denuncia que se trata, propiamente, de eso: un artificio, y que las tinieblas que caracterizan la existencia, el sufrimiento ante el abismo y el absurdo de lo que es no han cedido un ápice de su imperio. ¿Pesimismo? No, nada de eso. Por el contrario, el pensador acusa de pesimistas a quienes necesitan de esos falsos consuelos, aquellos que deben inventarse sistemas, fines, penas y castigos para justificar la vida. Eso es el nihilismo en su más pura expresión. Nietzsche descree de esas construcciones; él es, junto con Marx y Freud, uno de aquellos a los que Paul Ricoeur ha llamado “los pensadores de la sospecha”. Y la sospecha recae mayormente sobre la soberbia humana, la altanería de suponer que el mundo ha sido diseñado para satisfacer las necesidades del hombre. (En ese terreno, es un digno heredero de Spinoza, pensador que nos visitará en más de una estación de nuestro viaje.)
A lo largo de sus veinticinco siglos de vida la filosofía ha sufrido numerosos avatares: en buena parte del recorrido estuvo acompañada por dos discursos importantísimos, dos disciplinas que, cada una a su turno, se concibieron –o conciben– como saberes explicativos de la totalidad de lo real, de las causas del mundo, de la existencia en su conjunto. En la aurora griega, la filosofía –antes incluso de adoptar ese nombre– nació gemela con la ciencia (que tampoco se llamó así en ese momento).
Los primeros decires filosóficos provenían de los physicoi, los “filósofos de la naturaleza” –a quienes la historia y los comentadores han denominado “presocráticos”–, observadores agudos que comenzaron a preguntarse de dónde provenía lo que hay, cómo era posible que hubiera cosas, mundo, seres. Encontrar un origen –arjé– o una causa –aitía–: esas preocupaciones desvelaban a los pensadores jónicos, en busca de respuesta a la pregunta que, muchas centurias más tarde, formularía con toda claridad Leibniz: “¿Por qué hay algo y no, en su lugar, la nada?”. Claro que en el momento leibniziano, finales del siglo XVII, filosofía y ciencia ya se habían constituido como disciplinas independientes, cada una con campo propio, con sus métodos y sus categorías, sus especialistas y sus jergas, sus conflictos y sus logros. Los gemelos se habían separado, pero en más de una ocasión volverían a juntarse. La separación tuvo que ver con una mayor especificidad: a la filosofía le cupo el rol de ser una “ontología general” mientras que las ciencias devinieron “ontologías regionales”. Cada ciencia, en efecto, dicen los eruditos, se ocupa de una región del ser, mientras que la filosofía –convertida así en “madre de todas las ciencias”– se interroga acerca “del ser en tanto ser”. En el medio, la teología. Transcurridas ya las primeras centurias, y con el surgimiento del cristianismo, la filosofía gesta otras alianzas. Ya no será la observación de la naturaleza lo que pueda proveer respuestas a la pregunta por el origen y el sentido del mundo sino la consideración de lo suprasensible, sobrenatural o divino. El origen de lo que se ve, no se ve: he aquí un momento crucial en la historia del pensamiento –aquello que Nietzsche llamó, en su Crepúsculo de los ídolos–, la larga historia de un error: de cómo el mundo verdadero fue convertido en fábula”.
Pero las cosas no son tan lineales. Los movimientos no se suceden en fila ni se anulan unos a otros; más bien, se van entrelazando, solapando, alternando de modos diversos, formando redes e intersecciones, donde pensamientos aparentemente incompatibles se co-implican y se involucran sin que sus mismos protagonistas, a veces, estén advertidos de ello. Como dice Roberto Esposito, ideas supuestamente arcaicas perviven, “algo así como un resto escondido que se sustrae a la perspectiva dominante, pero que precisamente por ello continúa ‘trabajando’ de manera subterránea en el subsuelo de nuestro tiempo”. Así como Freud descubre –y no es un dato ajeno a lo que nos ocupa– que uno dice más de lo que dice sin saberlo, también la cultura y la historia parecerían tener “inconsciente”: temores, ideas, sueños, encriptados o enquistados en una palabra o hábito, que se van desplazando como por debajo de la superficie, en una suerte de corriente subterránea que, sin que lo advirtamos (y sin intención voluntaria) lastra o dirige acciones conscientes. Así, ni teología y ciencia son discursos antinómicos, ni las épocas de su dominancia son períodos cerrados, cada uno de los cuales finaliza para dar paso a otra etapa. Más bien, las categorías de pensamiento mutan su figura, reaparecen bajo rostros diversos y encuentran su lugar en los “nuevos paradigmas”, enmascaradas en ocasiones por terminologías a la moda y dispositivos de actualidad. Como ejemplo baste mencionar el pensamiento mítico, aquel que la filosofía creía haber superado, pero que sobrevive y renace una y otra vez –como sus mismos personajes– en el cine, en la política y en la ciencia misma.
Porque, ¿qué sino una ambición mitológica de poder ilimitado es la que alienta en muchos experimentos científicos o en concepciones políticas totalitarias, allí donde la disponibilidad tecnológica es apabullante y parece permitir la realización de esos delirios de las antiguas y fabulosas deidades?
De la mano de la teología y/o de la ciencia, la filosofía fue ganando terreno en su aspiración de explicarlo todo (quizás esto sea, en sí, un rasgo mítico). Entre el Renacimiento y la Modernidad, apenas un par de hitos a señalar: la Enciclopedia francesa y la obra de Hegel. Con ambiciones panópticas, en ambas se querría dar cuenta de la totalidad, tanto de la naturaleza como de la historia. Describir las cosas y los procesos, no dejar rincón de lo real inexplicado. Pero, a la manera de los fuegos artificiales que se elevan en la noche contra el fondo oscuro del cielo iluminando por breves instantes, esos sistemas alcanzan su máxima altura y repentinamente estallan, se descomponen en miríadas de fragmentos que caen a tierra y dejan a la oscuridad reinar de nuevo.

*Filósofa.