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Días de gloria

Llega un momento de la vida en que todo acontecimiento es pasado vuelto anécdota que se remonta a no menos de veinte años y que, por supuesto, funciona para el resto de la especie –ya se trate de lectores y oyentes, y desde luego hijos– como un patente anacronismo, un relato nimio y aburrido, o una completa estupidez.

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Llega un momento de la vida en que todo acontecimiento es pasado vuelto anécdota que se remonta a no menos de veinte años y que, por supuesto, funciona para el resto de la especie –ya se trate de lectores y oyentes, y desde luego hijos– como un patente anacronismo, un relato nimio y aburrido, o una completa estupidez. No puedo precisar la fecha ni la moneda que circulaba en el país por aquella época, pero sí que el ámbito era un canal de televisión estatal, que no se llamaba Televisión Pública (es decir, oficialista del signo que fuere) sino Canal 7 o en todo caso ATC. Y ocurrió durante el período de la televisión a color. Por algún motivo, tal vez por la azarosa política de prensa de la industria editorial, me vi una mañana destemplada recorriendo los pasillos fríos de ese canal a la espera de participar como invitado de un noticiero conducido por el inefable Mauro Viale. Si afirmo que el susodicho todavía no había cruzado el charco que lo convierte en quien es hoy, basta para tener una medida aproximada del tiempo transcurrido. ¿Hubo maquillaje? No lo recuerdo. En el programa no había panelistas sino invitados, dispuestos en un semicírculo para que el conductor pudiera dirigirse a cada uno teniéndolos a todos a la vista, y variando rápido el ángulo a medida que se agotara lo que cada uno tuviera para decir. Sorpresivamente, entre la alta gama de resplandecientes celebridades mediáticas de ocasión, me encontré con dos escritores, A.C. y V.B. (doy las iniciales, y tal vez las inventé, porque quizá no se sientan agradecidos por la inconsulta mención), y me apuré a sentarme al lado de ellos, buscando amparo y calor gremial.

Mauro Viale es –si exceptuamos a José de Zer– el primero de los periodistas que entendieron que la televisión es un circo de variedades y que la noticia es parte del efímero menú. Así que su programa mostraba sobre todo la belleza y la ruindad del contraste. El programa transcurría entre la colección de pavadas que era de esperar, hasta que llegó el momento cúlmine, sabiamente administrado. Viale presentó a un inventor que había fabricado un dispositivo para que todo discapacitado en silla de ruedas pudiera no caminar sino enderezarse y adoptar la posición erecta. El dispositivo constaba de un motor ruidoso y de un par de sujeciones de hierro que sostenían las piernas a la altura de las canillas, mientras que por medio de alguna clase de artilugio el paciente se elevaba de nalgas hacia delante hasta alcanzar la vertical. Ahora que lo cuento, tengo el recuerdo del procedimiento, por demás esforzado y patético, para que el milagro técnico ocurriera, y supongo que las sujeciones debían de ser bastante amplias y estar lo suficientemente almohadilladas para evitar que en la elevación las canillas se partieran, agregando una desdicha más al inválido. Y ahora que lo cuento, además, mi recuerdo se difumina y tengo que preguntarme si vi aquello que cuento o si sólo lo contó el inventor. ¿Estaba la silla ahí? ¿Había ruidito de encendido? ¿Aplaudimos la demostración? Lo único que todavía me suena a cierto es que después de la proeza la cucaracha habló, es decir, el productor del programa le habló a Mauro Viale por el minimicrófono incorporado a su oreja, y Viale se volvió en dirección a los tres exponentes de las letras vernáculas y nos dijo: “Acaban de darle el Premio Nobel a Prostatitis Zimbuletinsky (o nombre y apellido similares). ¿Leyeron alguno de sus libros? ¿Qué pueden decir de su obra?”.

No recuerdo el resto, tampoco sé si hubo resto, salvo nuestro silencio. Por supuesto, no refiero esta pequeñez para disuadir a algún colega eventual de la asistencia a un eventual programa televisivo. Los escritores, por lo general, no van a la televisión (quieran o no quieran hacerlo) porque ya no son invitados, y nada hay que decir sobre su presencia o ausencia en términos personales, aunque sí es dable señalar que esos ámbitos se han vuelto tan autorreferenciales que sólo ponen en escena su propia circulación, lo que indirectamente ilustra que sus productores han percibido que la cultura (en cualquiera de sus manifestaciones) agrega poco y nada al mundo del espectáculo. Quizá sería más interesante que nuestro país lo gobernara Horacio González y los Estados Unidos estuvieran a cargo de Noam Chomsky, pero ellos ya son parte de la extraterritorialidad.

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Al final del programa, A.C., V.B. y D.G. fueron a desayunar al bar del canal. Mencionando humorísticamente lo recién ocurrido, recibí una sabia admonición de uno de mis dos colegas: “No hables mal de vos mismo”, me dijo. “Dejá que de eso se ocupen los demás”.

Es difícil llevar a la práctica un buen consejo.