COLUMNISTAS
15 años II

Diciembre en el espejo

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Diciembre de 2001 fue un parteaguas, una suerte de hecho social total para los argentinos, que engloba de modo indisociable historia personal y vida política. A quince años de aquellos acontecimientos, una vía de entrada posible es dar cuenta de algunas dimensiones subjetivas y sociales de esos días extraordinarios y, sobre todo, sopesar lo que dejaron en términos de cultura política.

Para comenzar, bien vale la pena recordar que no todo fue caos y descomposición, como suelen creer desde una perspectiva reduccionista ciertos economistas, o incluso cientistas políticos, proclives a mirar todo con un solo ojo, el de la institucionalidad amenazada.

Las jornadas del 19 y 20 de diciembre tuvieron una gran productividad política, pues abrieron a un cambio de época (que tendría equivalentes a escala latinoamericana), instalando nuevos parámetros desde los que pensar la sociedad: por un lado, enfrentaron a los argentinos a la cruda realidad de una sociedad excluyente y cada vez más desigual, tras años de neoliberalismo; por el otro, enterraron el mito del Primer Mundo, tan cultivado por la clase media, devolviéndole en el espejo una imagen de país desgarrado, atravesado por la hiperdesocupación y el hambre.

 Así, el país se deslizó por la peor crisis, por la peor represión posdictadura, y se descubrió como una sociedad movilizada, que aspiraba a recuperar capacidad de acción y control sobre el destino colectivo, desde el cuestionamiento de las formas de representación política, pero también de la creación de lazos de cooperación y solidaridad.
Surgieron nuevas formas de protesta, fugaces o más duraderas, que tendieron puentes entre sectores sociales muy diferentes, sobre todo en contextos de represión: asambleas barriales, colectivos culturales, organizaciones piqueteras, cartoneros, ahorristas, fábricas recuperadas por sus trabajadores...

Diciembre de 2001 también reconfiguró nuestra cultura política. En primer lugar, instaló una cultura de la protesta que aún perdura, lenguajes movilizacionales de los cuales hace uso gran parte de la sociedad a la hora de manifestarse y peticionar, a veces, sin distinciones de clase: la asamblea que apela a la democracia deliberativa; el piquete como herramienta de lucha generalizada; el escrache, con su costado impugnador y controversial; los saqueos, lado oscuro de los sectores más despojados; las redes sociales, la creatividad cultural como expresión de resistencia…

Otra consecuencia se refiere a la instalación de un nuevo umbral para pensar críticamente el pasado reciente, vinculado a la dictadura militar y la violación de derechos humanos, en sintonía con la lucha de los organismos de derechos humanos. La extensión de las movilizaciones sociales y el rechazo masivo a la represión contribuyeron a gestar un consenso social respecto de los límites de la violencia política desde arriba, a través de la condena al terrorismo de Estado, al asesinato por cuestiones políticas. No por casualidad, Néstor Kirchner tomó estos temas para convertirlos en agenda de Estado, ganando así apoyo social y legitimidad política.

Por último, los hechos de diciembre de 2001 dejaron una huella importante en la memoria de las clases medias argentinas, por la notoria asociación con el movimiento de las cacerolas, que se convirtieron en un recurso de acción, una marca de protagonismo y orgullo identitario, por encima de su ambivalencia o de los sentidos políticos divergentes que pueda adoptar. No es casual que hayan reaparecido en conflictos posteriores a 2001, tanto en 2008 como en 2012. El mensaje de desobediencia civil que éstas trasmiten (“Acuérdense de las cacerolas”) sigue siendo válido quince años después, independientemente de los gobiernos y sus signos ideológicos.

*Socióloga y escritora.