Peto Menahem, un actor de 40 años, no oculta su fastidio. Dice (Clarín, Espectáculos, julio 31)
que siente “un rechazo natural hacia las instituciones y la autoridad. Eso lo siento desde
que era chico”.
Los adolescentes del Centro de Estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires admiten que
la decisión de la UBA al terminar meses antes la gestión de su ahora ex rectora es legal, pero la
rechazan por “ilegítima”, ya que no fueron consultados.
Todo el tiempo pasan estas cosas. Las “instituciones” son en la Argentina el
primordial objeto del odio, el desprecio o, al menos, su desconocimiento más alevoso. La vez
pasada, el jefe de la Anses, Diego Bossio, se ufanaba ante un periodista de radio de que Néstor
Kirchner es muy valorado por los jóvenes argentinos porque es un “transgresor”. Elogió
a su jefe: “Está buenísimo ser transgresor”.
En la calle esto se advierte, claro y rotundo. Una miríada de pequeñas trampas e infracciones
cotidianas (tantas y tan reiteradas, que ya se han naturalizado y son invisibles) derivan de una
deliberada violación de lo instituido, madre de todas las cuestiones, tal vez la central.
Los vecinos de la ciudad depositan su basura en la vereda horas antes y después del horario
permitido porque, de alguna manera, así repudian o ningunean lo que marcan los funcionarios.
Los motoqueros zigzaguean velozmente por calles y avenidas y sortean las barreras bajas en
los pasos a nivel, a menudo sin patente en sus máquinas ni casco en sus cabezas. Resisten al
“sistema” viviendo peligrosamente y poniendo en riesgo al resto, o sea, a las pobres
almas que acatan lo dictado por las instituciones. Ni que hablar de los colectiveros, que siempre
alegan ser el pasivo objeto de normas que los perjudican, pero difícilmente cumplan con las reglas
básicas. Cruzan con roja, ocupan los senderos peatonales, corren a velocidades demenciales, cargan
y descargan pasajeros bien lejos de las veredas, manejando vehículos que suelen expeler gases
repulsivos.
En la Argentina prevalece un extenso miasma de repudio, flota en el aire una nata espesa e
irreductible que no se evapora. Denota recelo y sarcasmo por y hacia lo que se denomina
instituciones, palabra asociada con formalidades, protocolos, circunloquios y vacuidad.
Lo normal es que ese desdén militante por el mundo de lo institucional se motorice con el
combustible de una aversión por la “ineficacia”. Así, las instituciones serían
esencialmente estériles, una entelequia ampliamente superada por las efectividades musculosas. ¿Qué
dice ese actor que desde un importante escenario del teatro profesional de la Avenida Corrientes
protagoniza una obra fuertemente auspiciada por uno de los bancos multinacionales más poderosos, el
Citi?
Pregona su primitivo rechazo por las instituciones. Por de pronto, revela una vigorosa
ignorancia: el teatro donde se gana la vida y el banco que lo auspicia son instituciones. Es otra
muestra del cualquierismo que se percibe en el mundo del espectáculo. Nunca olvidaré que en las
semanas tétricas del pavoroso 2002 un conocido actor y conductor de TV, notorio por promocionar
jabón en polvo, hizo un llamamiento a quemar el Congreso “con todos los políticos
adentro”.
La peste de la fobia a las instituciones ha sido en gran medida sostenida por las decisiones
de un grupo dirigente que, tras recuperar a su manera la gobernabilidad del país, se enamoró de la
necesidad, de la urgencia y de la excepcionalidad. Eso ha goteado hacia los cimientos de una
sociedad ya de por sí naturalmente reacia (y cada vez más) a unas formas a las que vive como
dictadura, asfixia y artificialidad, no como indispensables códigos sociales a respetar.
¿De arriba o de abajo? La morfología del nihilismo cotidiano no ofrece en la Argentina
interpretaciones sencillas. ¿Por qué no cruzarían los colectiveros con el semáforo en rojo si
manejan vehículos cuyos propietarios son obscenamente subsidiados por el Estado? ¿Por qué los
dueños de los colectivos tendrían a sus vehículos en buenas condiciones y a su personal educado,
remunerado y bien descansado, si las razones del subsidio se apartan de toda racionalidad que
trascienda el mero cálculo de oportunidad de los gobernantes?
El vituperio activo al que se somete en la Argentina a las instituciones (a todas ellas, no
sólo a las políticas) es un océano de manías seriales. Muchos de quienes deberían dar cátedra sobre
ellas las pasan por encima, olímpicamente, llegado el caso. El Consejo Superior de la Universidad
de Buenos Aires, por ejemplo, podría haber relevado en todo su derecho a la rectora del colegio
secundario más trascendente del país (el Nacional de Buenos Aires), pero optó por un bypass
ordenancista, llevándose puesta la necesidad de un sumario transparente y una operatoria mucho más
noble y digna.
En pocos países se adora más la palabra “echar” que en éste. Acá no se releva, ni
se licencia, ni se termina una gestión; acá a la gente que no sigue, se la echa, sean Diego
Maradona o Martín Redrado.
Pasión nacional: “sacados”, intempestivos, impacientes, mercuriales, los
argentinos ignoramos a las instituciones. Actores, deportistas, transportistas, políticos; todos
las evitan. ¿Qué se puede hacer en un país donde los camiones y micros circulan por las rutas a 130
kilómetros por hora y en la parte de atrás de sus acoplados y carrocerías llevan calcomanías que
marcan su obligación de no superar los noventa?
Todo lo que debe ser, a la vez, no lo es. En el Mundial de Sudáfrica se constató otra vez que
el intervalo entre los dos tiempos de un partido de fútbol es de exactamente 15 minutos, ni uno
menos, ni uno más. Lo disfrutamos y nos apasionamos por ese formidable certamen, pero acá somos
diferentes. En la Argentina, el descanso entre los tiempos del fútbol se estira a unos
antirreglamentarios 22 minutos, y no pasa nada.
Flexible hasta lo coloidal en normas y formas, la Argentina convalida la majestuosa
supremacía del ir por izquierda, mientras todos seguimos sonriendo, ¿resignados?, pero
esencialmente impotentes y faroleros.