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Dios y los pergaminos de Shapira

Por centurias, la literatura se alimentó, entre otros, de los enigmas que plantean, tanto desde la misma ficción como de la ficticia realidad, los manuscritos perdidos y encontrados, y su condición siempre improbable de verdaderos o falsos.

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Por centurias, la literatura se alimentó, entre otros, de los enigmas que plantean, tanto desde la misma ficción como de la ficticia realidad, los manuscritos perdidos y encontrados, y su condición siempre improbable de verdaderos o falsos. La relación entre lo verdadero y lo falso es un asunto acuciante, tal vez el más importante del mundo luego del nada pequeño tema de la vida y la muerte. En estos tiempos de la posverdad, que lo falso ha triunfado: aceptamos el carácter mentiroso de toda afirmación, sabemos que nos mienten quienes nos gobiernan cuando aseguran decir la verdad y hablan de sinceridad. Pero el asunto no se limita a la relación entre gobernantes y gobernados (entre amos y esclavos). Todos queremos creer pero descreemos: la palabra de amor nos parece un artificio; tarde o temprano descubrimos que el gesto que creemos improvisado lo tomamos de un actor de una película; toda palabra que pronunciamos no resuena con el vibrante eco del alma, y es con frecuencia una cita que a su vez alguien citó. Si lo único cierto es que todo es disolución, se impone sin embargo, una creencia: queremos creer en el cuento si está bien contado, el cuento donde los límites se desvanecen, y lo verdadero y lo falso se funden para dar paso a una dimensión distinta.

En 1883, Moses Wilhelm Shapira, un comerciante de antigüedades de Jerusalén, se presentó ante las autoridades del Museo Británico afirmando poseer el mayor de los tesoros bibliográficos del mundo (¡otra que el manuscrito Voynich!). Se trataba de un juego de pergaminos inscriptos con el Libro del Deuteronomio, el libro quinto y final del Pentateuco,  y los primeros cinco libros de la Torá (que los goym llaman el Antiguo Testamento). Shapira aseguró que el manuscrito había sido descubierto por tribus beduinas en una cueva con vistas a Wadi Mujib, la profunda garganta que termina en la orilla oriental del mar Muerto. Shapira afirmaba que sus pergaminos eran la fuente primera de los textos sagrados, y, sin afirmarlo taxativamente –en todo buen creyente judío se esconde la doliente alma de un escéptico– daba a entender que su texto era el que Dios había transmitido a Moisés, y que en cambio los otros eran retoques ulteriores, reescrituras y reversiones del Original, y de los cuales Jehová no podía hacerse responsable.

La hipótesis era tremenda en sus consecuencias prácticas, ya que sugería que los libros canónicos del judaísmo y el cristianismo se basaban en alteraciones más o menos inspiradas, pero no en la verba divina. Por esta pieza basal, Shapira solicitaba a los piratas británicos una cifra modesta: un millón de dólares, equivalentes, billete más, billete menos, a doscientos millones de la actualidad.

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Recibida la oferta, las prudentes autoridades de la Biblioteca del imperio decidieron quitarse las dudas y consultaron a un erudito bíblico, el insigne Christian David Ginsburg, quien luego de ingentes estudios dictaminó que el pergamino como tal, pertenecía a un rollo de la Torá genuinamente viejo, pero que las tiradas enfáticas del Deuteronomio correspondían a la versión ocurrente que el traficante había arrancado de las partes en blanco de ese pergamino desconocido y expoliado.

Abochornado, Shapira huyó de Inglaterra y se encerró en un cuarto sórdido de un viejo hotel de Rotterdam y se pegó un tiro en la cabeza. Las especulaciones al respecto fueron parejas: estaban quienes decían que Dios había inducido al fraudulento a quitarse la vida por su acto sacrílego; estaban aquellos que aseguraban que Shapira había atentado contra la verdad de Dios al quitarse la vida, porque sus pergaminos eran verdaderos; y estaban aquellos que decían que Dios empezaba ciertamente a existir con los inventos de Shapira.

A mediados del siglo XX, en uno de esos espasmos que tienen las historias, un grupo de académicos decidió estudiar los pergaminos de Shapira con métodos científicos de los que carecía Ginsburg, pero se encontraron con un problema. El texto se había esfumado, era uno menos entre los ciento cincuenta millones de artículos de la Biblioteca Británica. Dios dirá sobre esto y sobre muchas otras cosas. Solo que no conocemos su lenguaje secreto.