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Divagaciones proustianas

Hace tiempo que me acuesto temprano y leo a Proust en el Kindle.

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Marcel Proust. | cedoc

Hace tiempo que me acuesto temprano y leo a Proust en el Kindle. Voy a paso de tortuga, porque me suelo quedar dormido al cabo de unos minutos. La ventaja del Kindle es que no tengo que marcar la página: el libro se cierra solo y al otro día sé dónde retomarlo. Acabo de terminar el tercer tomo, El mundo de Guermantes, que me llevó más de un año. Es una ocasión para celebrar, un hito en mi vida de lector. Mis intentos anteriores en la aventura de la Recherche habían abortado en el segundo volumen, pero creo que esta vez voy camino de terminarla. Lento pero seguro. La felicidad que proporciona un libro no tiene nada que ver con la rapidez con la que se lo lee. He devorado muchas novelas miserables y tengo inconclusas varias obras maestras (El Quijote, sin ir más lejos, La cartuja de Parma, Tristram Shandy, La dádiva).

En mi casa nadie había leído a Proust. De hecho, hasta bien avanzada mi vida, no conocí a nadie que lo hubiera hecho (aunque mi madre lo leyó de grande). No se estilaba entonces en el ambiente progresista. Una excepción era un compañero de facultad, que contaba entusiasmado su pasión por el libro, pero la familia era de derecha. Más tarde, se fue a vivir a Brasil y salió del closet. Esto ratificó mi prejuicio de que Proust era cosa de putos. Yo era un tipo primitivo, como lo sigue siendo Cormac McCarthy, celebrado escritor americano que habla de Proust casi en esos términos. Un día Rafael Gumucio me dijo que, desde la infancia, su abuela leía todo el tiempo a Proust. Gumucio escribió un libro sobre esa abuela que era nieta de presidentes (en realidad no estoy seguro de que fuera esa abuela), pero yo no tengo en la familia gente sobre la que se escriban libros.

Lo mejor de Proust, algo que ningún escritor que conozca ha logrado, es que establece una relación particular con cada lector. En eso, es absolutamente superior a Joyce, que a esta altura es un monumento compartido, casi uniformemente apreciado por el ambiente literario (un estudio más, una traducción menos). Proust depende menos de la traducción, es más amable y no requiere de intermediarios. Leí los dos libros sobre su obra que cayeron en mis manos. Un ensayo de Beckett, que no entendí ni me gustó, y otro de Deleuze, que se entiende más y me gusta menos. Aunque se deben de haber escrito cosas valiosas durante un siglo, no deben ser imprescindibles para el lector ingenuo.

Proust es muy famoso pero no tiene una gran prensa. Todo lo que un escritor haga con su memoria se califica automáticamente como proustiano. A veces con razón, como Una danza para la música del tiempo, de Anthony Powell. Otras sin ella, como Mi lucha, de Karl Ove Knausgard. Pero nadie escribió algo como El mundo de Guermantes, seiscientas páginas de un retrato hagiográfico que demuele a los retratados en la medida en que los elogia. Proust no se traiciona: jamás se rebaja a admirar verdaderamente a quienes dice admirar, pero no niega nunca su sueño de ser aceptado socialmente. La literatura de la verdad no se construye con datos ni con infidencias, sino con la exposición de los mecanismos del pensamiento, única materia noble de la que dispone la literatura. Su empresa, de la que ningún escritor estuvo cerca, sigue acompañando a los lectores humildes. Y ahora, si me permiten, me retiro para empezar el cuarto tomo.