COLUMNISTAS

Divague quisqueyano

Hice la primaria en la escuela República Dominicana, en el barrio de Saavedra, cerca de la vieja cancha de Platense. Todos los años se celebraba la fecha patria con una ceremonia en la que cantábamos el himno dominicano. Recuerdo de él apenas dos versos disjuntos y casi incomprensibles.

|

Hice la primaria en la escuela República Dominicana, en el barrio de Saavedra, cerca de la vieja cancha de Platense. Todos los años se celebraba la fecha patria con una ceremonia en la que cantábamos el himno dominicano. Recuerdo de él apenas dos versos disjuntos y casi incomprensibles entonces: Quisqueyanos valientes alcemos / nuestro invicto y glorioso pendón. A la fiesta solía asistir Manuel del Cabral (1907-1999), un gran poeta que se desempeñó como embajador hasta que cayó en desgracia con el régimen de Rafael Leónidas Trujillo y terminó asilado en la Argentina, donde se casó con una rosarina y tuvo dos hijas (las tres eran mujeres hermosas). Los Cabral eran amigos de mi familia, pero entonces no sabía qué cosa era un poeta ni me imaginaba que ese señor de aspecto respetable inundaba sus versos de sexo y escribía cosas como: Desde el pico quemado de una teta / la pulga y la ladilla parlan ebrias / —Allá está, ocupándome infiel el domicilio / Allí está, ¿no la ves? Es una víbora.

La saga de infortunios políticos de los Cabral continuó en la generación siguiente, cuando Peggy, una de las hijas de Manuel, se convirtió en la mujer de José Francisco Peña Gómez (1937-1998), un político socialista que no fue presidente porque le robaron la elección y no fue alcalde de la capital porque murió de un cáncer fulminante cuando iba camino a una segura victoria. Conocí una vez a Peña Gómez en la casa de mi madre. Era un tipo inteligente, enorme, negrísimo. Tanto que en sus campañas electorales trataba siempre de defenderse contra la peor acusación que le formulaba la derecha para descalificarlo: que era descendiente de haitianos.

Sobre la negritud y la exuberante sexualidad de las mujeres de la isla ha escrito muchas veces Washington Cucurto, nuestro único poeta y narrador latinoamericano que tiene, entre otros méritos, el de haber importado a la literatura argentina un tópico del trópico, lo que le da ese condimento picante a su escritura juguetona. La sensualidad que antes se traía de Cuba o de Brasil, Cucurto la descubre más fresca y más caliente en Santo Domingo.

Pero si Manuel del Cabral es un dominicano antiguo y Cucurto un verdadero dominicano falso, es muy interesante también leer a un falso dominicano moderno como Junot Díaz, de quien se acaba de publicar su primera novela que se llama La maravillosa vida breve de Oscar Wao. Si bien Díaz nació en Santo Domingo en 1968, no es un producto auténtico: vivió desde los nueve años en New Jersey y escribe en inglés con injertos en spanglish (la inspirada traducción al castellano con injertos en spanglish está firmada por alguien llamado Achy Obejas, que suena a seudónimo del autor). El libro está escrito a partir del lugar común de la desenfrenada sexualidad dominicana, pero contradicho por su personaje central, un nerd destinado a morir virgen y que oculta su insatisfecha desesperación por las mujeres sumergiéndose en una sopa cultural integrada por la ciencia ficción, los juegos de rol, la historieta japonesa y afines. La novela es un híbrido fecundo y su brío narrativo es capaz de fusionar ese mundo juvenil helado y globalizado, la sangre y el colorido de la diáspora caribeña y la historia de los siniestros treinta años de Trujillo.

El libro es otra saga de los Cabral, porque la familia de Oscar se llama igual que la de Manuel, acaso porque se trata de un apellido muy común en la isla. Pero allí aparecen todas las historias sobre negritud y persecuciones necesarias como para empezar a juntar las piezas del rompecabezas de la República Dominicana. Y para familiarizarnos con esa recurrente obsesión por el sexo, que nos lleva incluso a sospechar que esos dos versos disjuntos del himno hablan veladamente del tema. Nos graduamos en el curso dominicano cuando aprendemos que en el país donde un famoso Almirante tocó tierra por primera vez, su nombre no se nombra porque es considerado mufa.